miércoles, 28 de octubre de 2015

PRIMER PREMIO: "DE CAFÉS, TÉS Y OTRAS BEBIDAS" DE ANA DÍAZ VELASCO

—Me pone un café sola.
—Querrás decir un «café solo».
—No, sola, ¡sola!
Suena un mensaje de whatsapp. Será él. Seguro. Eva decide no mirar el móvil para que no quede registrada la hora a la que se conecta por última vez. Pega un sorbo a la taza humeante que le ha servido el camarero mientras echa un vistazo al periódico que está sobre la barra. Pasa las hojas sin prestar atención. «Me ha vuelto a pasar. ¡Joder! ¡Me ha vuelto a pasar! Al final va a ser verdad eso de que la amistad hombre mujer no existe...». Siempre se juraba que sería la última vez, que no volvería a dejar entrar en su vida a ningún hombre con el que no tuviera claro que se quisiera acostar. Sin embargo, casi todos sus nuevos amigos acababan siendo hombres. Le resultaban mucho más interesantes que las mujeres de su edad. Pero claro, en seguida llegaba un punto en el que el de enfrente quería algo más... Vuelve a sonar otro mensaje. Decide poner el teléfono en silencio. Sigue hojeando el periódico: «La primavera árabe sacude los cimientos de la sociedad egipcia», reza un titular.


Rashida entra en un café de un barrio de las afueras de El Cairo. No hay ni una sola mujer. Todas las cabezas se giran hacia ella; se ajusta mejor el velo y se dirige hacia el mostrador. Apoya unas carpetas sobre un taburete y se sienta en otro. Los vaqueros asoman debajo de la túnica.
—Un té, por favor.
          El camarero le sirve de una tetera hirviendo sin dirigirle la palabra. Rashida contempla el líquido rojo caer en el vaso de cristal.
—Gracias—, dice después de un rato.
          Silencio por respuesta.
          «¡Tantas cosas por cambiar!». Siente el móvil vibrando en el bolsillo del pantalón. Lo saca discretamente: su cuenta de twitter la avisa de nuevas movilizaciones en la Plaza Tahrir. Un escalofrío le recorre la espalda. La misma espalda sobre la que inciden todas las miradas del local. Busca en los contactos de su agenda y empieza a escribir un mensaje de texto. Le encanta su último tatuaje de henna: las florecillas se pierden por ramas sinuosas entre los dedos de las manos.


          Karen empuja la puerta de un local de El Soho. No puede evitar fijarse en sus manos. Las odia: son tan huesudas que siempre la delatan. Da igual la depilación láser o los kilos de crema... Si fuera invierno, al menos podría llevar los guantes puestos.
Se le hace raro entrar en un garito a plena luz del día. Está vacío. Detrás del mostrador un chico con el pelo verde limpia unas copas de diseño.
—Un manhattan—pide apoyando el bolso en la barra.
—¿Dulce o seco?—le pregunta el camarero tras echar vaho en la copa y frotarla con un trapo.
 —Seco.
Ve en el espejo tras el mostrador que el chaval lleva una serpiente tatuada en la nuca. Es verde, como el pelo. Karen se sienta en uno de los taburetes psicodélicos; acomoda la entrepierna con disimulo. Saca el i-phone del bolso y vuelve a leer el correo que le ha escrito su madre, tan largo como melodramático: «Te lo suplico, Nate, te lo suplico. Ven vestido como Dios manda, deja peluca y faldas en el armario. Hazme caso, por favor, aunque solo sea por una vez en tu vida. No le arruines la boda a tu hermana».


          Eva lo conoció en una boda.  Le cayó bien desde el primer momento. Se pasaron juntos todo el banquete. Y todo el baile. Pero no le gustó; tampoco la segunda vez que quedaron, ni la siguiente. Se divertía mucho con él, compartían muchas afinidades, tenían ideas parecidas, pero Eva no se planteaba nada más, ni por asomo. Sin embargo él...
—¿Qué tal estaba ese café sola?—le dice el camarero guiñándole un ojo—Eva descubre que tiene un lunar minúsculo en una esquina del ojo. También que sus pestañas son larguísimas.
—Muy bueno—contesta ella sonriendo.
­—Recién traidito de Colombia.
          Adivina por el acento que café y camarero tienen la misma procedencia. Entra una pareja en el bar que se coloca en una mesa del fondo y el chico sale de la barra para atenderlos. Eva aprovecha para echar un vistazo al teléfono: la pantalla anuncia cinco mensajes de whatsapp sin leer. Vuelve a meter el móvil en su funda. Se fija en la pareja que acaba de sentarse. Cada uno mira una carta mientras el camarero espera paciente, bloc y boli en mano. Se gira hacia la barra y la ve. El chaval le sonríe. Eva nota que se ha puesto colorada y se refugia en el periódico. Una foto en blanco y negro muestra una plaza abarrotada. Los manifestantes sostienen pancartas frente a unos tanques. Eva se da cuenta de que apenas hay mujeres, solo un par de pañuelos entre la multitud de cabello oscuro.
         

          Rashida bebe del té que ya se le ha quedado frío. Se abstiene de pedir otro por no interactuar con el camarero. Los clientes la siguen mirando sin ningún pudor, procura no levantar la mirada para no cruzarse con aquellos ojos inquisitivos. De repente, pasa un camión del ejército a toda velocidad formando un gran revuelo. Suenan sirenas a lo lejos. Los señores pierden todo interés en ella y salen a la calle a ver qué está pasando. Rashida suspira. En la Plaza Tahrir la están esperando. En la Plaza Tahrir se está decidiendo el futuro de su país y allí sigue ella, anclada al taburete de un café de las afueras, bebiendo de un té que ni es té ni es agua ni es nada, con las pancartas bien dobladitas en carpetas: gritos de libertad enmudecidos entre cuatro cartones. Vuelve a mirar el móvil, ¿de verdad se había llegado a creer valiente alguna vez? Es entonces cuando recuerda a su madre, que murió hace unos años sin haber salido nunca de El Cairo, toda una vida consagrada a sus hijos y a su marido. A un marido que a esas horas estaría en algún café como aquel, criticando con rabia a los nuevos revolucionarios. Rashida piensa también en su hermano mayor, en cómo se pondría si la viera allí, en lo que sería capaz de hacerle si se enteraba de que andaba metida en las revueltas. Y prefiere acordarse de su hermana pequeña, por la que todavía alberga esperanza, o de su hermano emigrante, quien igual puede regresar algún día y dejar de limpiar aseos inmundos por los bares de Nueva York.


—Manhattan dry, el auténtico y genuino —el chico del pelo verde agita la coctelera antes de verter el contenido en la copa. Una guinda se queda flotando en la mezcla rojiza.
—Salud.
          Karen le da un sorbo. Está realmente bueno. Evoca su primer manhattan, fue en aquella fiesta en la que estrenó peluca. Sonríe al recordar la cara de sus amigos cuando la vieron entrar: melena dorada, minifalda y tacones de aguja. «Si en realidad te queremos como eres, cariño», sigue el correo lacrimógeno de su madre, «pero hazlo por nosotras, por Dios bendito, ven a la ceremonia con traje y corbata». Un día logró embutir todas las corbatas por el triturador del fregadero. El seguro no le cubrió el desatasco. Hacía cinco años ya. Cinco años de Karen. Cinco años del adiós definitivo a Nate.
—El truco está en la angostura—el camarero seca otra copa con delicadeza—un chorrito, nada más.
          Karen da un trago más. La verdad es que el coctel está muy por encima de la media.
—Que el whisky sea bueno, también es importante, está claro—el cristal está quedando inmaculado—, pero la clave es la angostura, en serio, la angostura.
          El chico se da la vuelta para colocar la copa en una estantería. Alza el brazo y Karen ve la serpiente tatuada colarse por la camiseta sin mangas. Reaparece por la nuca llevando una manzana en la boca. «Y Satanás en forma de serpiente le ofreció a Eva la fruta del pecado », le parece estar escuchando la voz chillona de su madre. Su hermana y él acostados en las literas,  ella en la mecedora sosteniendo una  biblia. «Eva, la primera mujer que pobló la Tierra».  Eva, piensa Karen, la primera mujer que vino de un hombre. Y se echa a reír. Al fin y al cabo, la pobre no dejaba de ser más que una de las costillas de Adán.

—¿Y cómo se llama la chica del café sola?—pregunta el camarero colombiano apoyándose hacia delante en la barra. Lleva los últimos botones de la camisa desabrochados.
—Eva.
—Bello nombre, como el de la primera...
—Sí, sí, ya me conozco esa historia, no hace falta que me la cuentes.
          El chico aprovecha una llamada desde una las mesas para batirse en retirada. «Joder, soy la bomba, a este que está bueno, voy y no le doy cancha». Eva saca una vez más el móvil de su funda y comprueba que el número de mensajes sin leer no ha parado de crecer. Se decide por fin a abrirlos. Es él, estaba claro. Tras varios mensajes intrascendentes, la convoca para una cena en un restaurante de moda. Sábado próximo. Eva sabe que es el punto de inflexión. Si no quiere nada más, no debería ir.


          «Tengo que ir. Tengo que ir ¡ya!». Rashida se remueve inquieta en el taburete, pero no acaba de bajarse. En el café no queda un alma, están todos fuera viendo pasar el convoy del ejército.


          «No pienso ir. No me da la gana. A la mierda la maldita boda, mi hermana y la madre que nos parió». Karen da el último trago a su manhattan y pide otro alzando la copa vacía. El camarero del pelo verde asiente con la cabeza.


          «No. No puedo a ir a esa cena». Eva empieza a escribir un whatsapp, pero lo elimina sin darle a enviar.


          La caravana de camiones militares deja la calle atrás y los hombres vuelven a entrar en el café. Se sientan en sus mesas, enzarzándose en un caluroso debate; por lo que alcanza a oír Rashida, todos están en contra de la revuelta. No esperaba menos.
—Más mano dura, lo que hacía falta es mucha más mano dura.
—¡Iba yo a dejar salir a mi hija a la calle según están las cosas!
—Las mujeres donde tienen que estar es en casa, no en los bares—dice el camarero quitando de la barra el vaso de cristal en el que ya solo quedan los posos del té. Se queda mirando fijamente a Rashida. Por un momento, ella le sostiene la mirada. Luego la baja, siente las piernas temblando debajo de la túnica.
          El camarero se aleja dándole la espalda.
—¿Cuánto le debo?
—Invita la casa.
          Rashida saca unas cuantas libras de su monedero y las posa en el mostrador. Se pone en pie despacio. Se estira la túnica, recoloca el pañuelo y coge las carpetas del otro taburete; con ellas apoyadas en el pecho, sale del café a pasos lentos. Enfila la calle siguiendo el mismo rumbo que los camiones. La brisa le acaricia la cara, tiene las mejillas ardiendo.


          Karen tiene abrasando la cara, se acaba de terminar su segundo manhattan y por el mareo que empieza a sentir, sabe que el tercero debe esperar. Coge la guinda del fondo de la copa y se la mete en la boca. El camarero se queda observándola.  «No mastiques con la boca abierta, Nate», otra vez la voz aguda de su madre martilleándole la cabeza.
—Ni muy dulces, ni muy blandas­—la voz del chico sin embargo es grave. Y mucho más bonita.
—¿Cómo?
—Las guindas no pueden ser demasiado dulces, arruinarían el coctel.
—Ajá.
—Tampoco demasiado blandas porque se desmenuzan y se quedan flotando en trocitos.
—Ya.
—Lo auténtico es muy complicado, pero...
—¿Pero?
—Pero es posible.
          Un nuevo cliente se ha sentado en el otro extremo de la barra y el camarero se marcha hacia él. Karen saca el carmín de su bolso y se pinta los labios mirándose en el espejo de detrás del mostrador. Se levanta y deja unos dólares junto a la copa vacía. El rabito de la guinda se ve en el interior. Cuando sale a la calle, siente el aire en la cara. Está empezando a refrescar. Enfila la avenida. Todavía está a tiempo: la iglesia se encuentra a muy pocas manzanas.


          Después de la boda debían de haber quedado unas cuatro o cinco veces ya. Eva sabía perfectamente que esta situación estaba a punto de llegar. Y le da rabia. Mucha. Porque él le cae francamente bien. Coge el móvil y mira otra vez el último mensaje. Sábado. Cena. No, no hay vuelta de hoja.
—Disculpa, ¿me pones un vaso de agua?
          El camarero le sirve el agua sin apenas mirarla a la cara.
—Gracias. Y la cuenta cuando puedas, por favor.
—¿Por un café sola y un vaso de agua?
          Eva le sonríe. Se siente culpable por el desaire de antes. No tendría que haber sido tan borde con el chico.
—Y perdona, ¿eh?
—¿Que perdone? ¿Por qué?
—Por lo de antes, por lo de... bueno, ya sabes.
—Ya, ya.
—Entonces, ¿qué te debo?
—Nada, chica, no me debes nada—contesta él muy serio haciendo énfasis en el debes.
          «Touché».
          Eva coloca dos euros en el mostrador y sale por la puerta del bar. Sopla un viento fresco. Antes de enfilar la calle, teclea rápidamente en su móvil. Termina el mensaje con un emoticono sonriente. Pulsa enviar.


SEGUNDO PREMIO: "6:45" DE ELOY LÓPEZ GRANDAL


Papá murió hoy a las seis y cuarenta y cinco de la mañana, y tengo que decir que yo estuve con él hasta el final.
Era la primera vez que veía delante de mis ojos un cuerpo sin vida. Esa quietud, esa respiración interrumpida en un de repente, frontera entre el ser y no ser. Ni siquiera apreté el botón de emergencia, dejé que pasasen unos minutos sin moverme, sin tocarle, concentrado en el truncado ir y venir de su pecho, ya sin el ritmo de la vida, con el rostro agotado, la boca entreabierta bosquejando un hálito inservible y esos ojos heridos, de animal acorralado y arrepentido, que por fin lograba cruzar la puerta del gran umbral.
Se marchaba él y todos sus pecados. Yo me quedé de este lado del telón, impresionado por la trascendencia de la escena, y nada supe del camino que ya recorría a solas, allí donde este gran entendimiento material que nos confunde de nada sirve.
Fue a las seis y cuarenta y cinco. Me acuerdo porque, aunque no utilizo reloj desde hace años, la esfera dorada del suyo se me quedó grabada en la retina, como si fuese un gran sol merodeando en el invierno.
Después di sigilosamente la voz de alarma y al instante apareció una enfermera apresurada que le tomó la muñeca, y un facultativo que certificó la pérdida, al tiempo que la primera, una vez verificada la ausencia de pulso, me dejó sobre la espalda una caricia espesa que me erizó la piel. Me pareció que en tal instante me había vuelto alérgico al tacto, a la ternura.
¿Qué se supone que hace uno en estos casos? Bueno, alguien en el hospital se encargó de llamar a la funeraria y en pocos minutos apareció un hombre vestido de traje negro, el pelo engominado y una reluciente libreta recubierta de piel. Hablaba en voz muy baja y fue tomando nota de mis deseos, que por otra parte yo iba comunicando como quien deshoja una margarita, es decir, sin ser consciente de la vida delicada que desmenuzaba con mis dedos. Todo se concretó de forma satisfactoria en apenas el tiempo que ocupa un desayuno. No tuve queja alguna.
Salí de la habitación en la que llevaba encerrado las últimas 48 horas y en la sala de espera contigua, vacía y desangelada, con las paredes blancas y desnudas, busqué a través del ventanal un horizonte sobre el que poder descargar aquel gran peso, largamente cabalgando sobre la espalda. Había dejado de llover, pero una rotunda capa de nubes manchaba el cielo, mecida por la sudestada, amén del oleaje salvaje que acosaba el perfil de la costa desde hacía días.
En el teléfono móvil localicé enseguida el número de Azucena, mi hermana mayor. Somos cuatro en total, contándome a mí, que soy el pequeño. Después viene mi hermano Felipe, cinco años mayor que yo, al que le sigue Juan, dos años y medio más viejo. Con Azucena la distancia es considerable, casi una década nos separa. Nunca me he entendido bien con ella. Será porque siempre jugó conmigo un papel de madre más que de hermana, y supongo que eso enturbió nuestra relación hasta límites insospechados.
 Cuando Papá desapareció sin dejar ni rastro, ella tuvo que asumir responsabilidades que no le correspondían, condicionando su vida por el bien de todos nosotros. Se lo agradezco, claro, aunque tenga la horrible sensación de que ella necesite de forma constante la manifestación de ese reconocimiento. Es una relación compleja la nuestra: no la puedo querer como a una madre, pues sé que ella no es y tampoco como a una hermana, pues nunca se comportó como tal.
Azucena vive en las afueras, en una urbanización de esas donde todas las casas son iguales. Las pocas veces que voy a visitarla, termino por recurrir a la libreta donde llevo anotada su dirección. De otra forma, no conseguiría jamás encontrar su casa. Tiene tres hijos y un marido que trabaja en banca, que toca en un grupo de rock en los ratos libres y con el que, sospecho, las cosas no van demasiado bien. Azucena no trabaja y acaba de cumplir los cincuenta.
El teléfono inquirió varias veces. La voz pesada de mi hermana al otro lado me hizo recordar que era domingo, unos minutos más tarde de las siete y media de la mañana. No necesité decirle el motivo de mi llamada, no podía existir otra razón más que la que ella enseguida adivinó. Por mi parte, también tenía claro cual iba a ser su respuesta, nada nuevo bajo el sol. Al otro lado del cristal, una nube negra se deshacía en lluvia sobre las obras de un nuevo puerto de mercancías que llevan años construyendo. En ese periodo, desmontaron media ladera de una montaña al tiempo que borraban una de las playas de mi infancia. Debemos de estar todos enfermos, pensé. El mundo desaparece.
-        Te agradezco que me llames, pero sabes que quiero mantenerme al margen.- confirmó mi hermana mientras de fondo se escuchaba la adormilada voz de su marido, reclamando el nombre del impresentable que le despertaba a esas horas.
-        Papá ha muerto, Azucena, acaba de suceder. Fue a las seis y cuarenta y cinco ¿sabes?
-        Tú sabrás por qué estás ahí.
No quedaba mucho más por decir.
Papá era un tipo desconcertante. Según las diferentes versiones que me han llegado, una persona despreocupada, carente de empatía hacia los demás y que miraba a sus propios hijos como a verdaderos extraños. Trabajaba como ingeniero en el astillero para ganarse la vida y en el garaje de casa mataba horas y horas enfrascado en inventos variados e inútiles. Todos se han perdido con el paso de los años, a ninguno de ellos le podría seguir la pista. Recuerdo, eso sí, una linterna solar con una bombilla eterna que no se podía apagar, a menos que estuvieses totalmente a oscuras, y un abrelatas que era posible manejar con una sola mano.
A mi me gustaba pasar el rato con Papá en el garaje. Mientras él trasteaba, yo procuraba no hacer demasiado ruido, para no interrumpir sus cavilaciones, ni provocar mi expulsión del paraíso. Tengo que decir que nunca me echó, ni se enfadó conmigo. Mi madre decía que yo era un niño muy tranquilo, capaz de quedarme embobado durante minutos con la cuestión más insignificante. Algo de eso debe de haber, porque desde siempre tengo una rara habilidad para no aburrirme cuando estoy solo.
Aunque compartí con Papá escasos cinco años de convivencia, lo conservo bien nítido en la memoria. Lo que no puedo asegurar es si mi memoria recuerda o inventa. Lo recuerdo alto, fuerte, con la frente despejada, el rostro afilado y algunas cicatrices de origen desconocido endureciendo el gesto. Portaba unas gafas de pasta ancha deslizadas hasta la punta de la nariz. A todas horas en mangas de camisa, sin importar la época del año que fuese. A mí siempre me respondió a las preguntas que le planteaba, bien es cierto que no le insistía mucho cuando le sospechaba ofuscado en alguna encrucijada o por completo abstraído con dos cables de distinto color en la mano. Mis hermanos cuentan que jamás les preguntó por sus notas o se preocupó por sus actividades deportivas, nunca pisó una obra de fin de curso en el colegio o fue de compras para el día de Reyes, todo lo más cambiar una rueda pinchada de la bicicleta o montar una canasta de baloncesto en el patio.
Papá era un hombre solitario, atrapado en sus asuntos.
Llamar a mi hermano Juan siempre resulta un acto un tanto absurdo, porque nunca responde al teléfono y solo de vez en cuando devuelve la llamada perdida. No me enfado con él por ese motivo, pero es algo que saca de quicio a mi hermana mayor, con quien mantiene un fuerte vínculo. Juan tiene mucho que ver con Papá, en cuanto a su abnegada dedicación al trabajo. Vive al margen de cualquier cuestión artística, social o familiar. Solo le interesan las cosas que puede ver y tocar con sus propias manos. Llegó hasta el altar con su novia de toda la vida, no tuvo hijos y hace un par de años que se separó de su esposa, un ser hermoso que recuerdo toda la vida entrando y saliendo de mi casa. He de decir que ella me cae mucho mejor que mi hermano. Seguimos viéndonos con cierta frecuencia. Juan viaja mucho. Vive por y para su trabajo, aunque no sabría decir a ciencia cierta en qué consiste. Si sé que viste de traje la mayor parte del tiempo y que estudió Económicas con unas excelentes notas que mi madre no se cansaba de mencionar como ejemplo a seguir. Juan fue el favorito de mi madre, no se puede negar.
Creo que su separación fue un intento de acaparar todo el tiempo para sí mismo. No se me ocurre una mejor forma de definir su personalidad.
Al tercer intento, desistí de mi intención de comunicar la noticia de palabra y le escribí un mensaje sencillo, sin aditivos y directamente al grano, tal y como a él le gustaría. No sé por qué quise complacerle de esa manera, supongo que necesitaba algún cómplice en este intento desesperado por no verme a solas con el ataúd de mi padre. Prefería evitar ese último trago amargo, demasiados sin sabores en el haber como para agregar uno más a la lista.
Recuerdo el día en que mi madre nos comunicó que Papá se había marchado de casa. En un principio se iba a Estados Unidos a completar un trabajo iniciado en el astillero. El era el responsable del proyecto y le correspondía cerrarlo en alguna ciudad cuyo nombre no recuerdo, en la costa oeste. Mi madre le ayudó a hacer la maleta y después, en el pasillo de casa, nos regaló un abrazo a cada uno, salvo a mí que me revolvió el pelo y me dedicó una sonrisa tan alegre que me animó a pedirle que me trajera algún regalo.
-        No sé si va a poder ser.- me dijo justo cuando sonaba sobre la gravilla de la entrada las ruedas del taxi que venía a buscarle.
Unos meses después, semanas antes de Navidad, mi madre, a la que yo había visto llorar a escondidas en la cocina unas cuantas veces y arrastraba una melancolía que nos lastimaba a todos dejándonos sin palabras, nos comunicó que Papá se había marchado para siempre. Mi hermana mayor no dijo nada, solo se mordió con fuerza el labio inferior, para contener unas lágrimas que finalmente sus ojos se tragaron. Con el paso del tiempo supe que ella había conocido la noticia mucho antes que nosotros. Mis hermanos se quedaron en silencio, inermes, como si no supiesen cual era el siguiente paso a dar. Yo pregunté si acaso Papá se había muerto y mi Madre nos explicó, entre sollozos y unos mocos que no dejaba de sujetar forzadamente, que en realidad se había ido de casa. En resumen, él nos abandonaba y ella no quería que volviese.
Jamás olvidaré los ojos cuajados de rencor de Azucena, imagino que los mismos que trataba de activar cuando mi llamada la despertó. Pensé que si no lloraba  en breve, tal y como ya lo hacían Juan y Felipe, acabaría por explotar de la rabia. Aun así, resistió el envite de forma estoica y aun hoy es el día en que no sé como es el rostro de mi hermana empañado por las lágrimas.
El equilibrio sobre el que se sostenía nuestra vida familiar se había resquebrajado de forma grave. De alguna manera tendríamos que reorganizar la trama de nuestras vidas. Durante unos cuantos días, mi madre se metió en la cama y no se levantaba más que para ir al baño. Nosotros nos comportábamos de forma autónoma y salvo mi hermana, no faltamos ni un solo día al colegio. Tuvo que ser también mi hermana quién saco a mi madre de la cama. Era invierno. Cuando llegamos una tarde a casa, después de las clases, nos encontramos a ambas mujeres repartiéndose el espacio de la cocina. Mi madre envuelta en una bata rosada muy gastada y ejecutando la tarea con parsimonia, sin mucha convicción, y mi hermana, que en ese momento me pareció que había ganado unos cuantos años en apenas unas horas, dirigiendo las operaciones sin dudar ni un segundo. Nos preguntó si traíamos deberes, nos indicó el camino del baño para que nos aseásemos los restos de los dulces que nos habíamos comido sin permiso y distribuyó ocupaciones para todos.
Desde entonces, no recuerdo que mi hermana me hubiese entregado un beso por propia voluntad o que tuviese un gesto cariñoso hacia mí. De alguna forma se sentía incomoda con mi tendencia a visitar el garaje para ingeniar alternativas a los inventos de Papá, que ella misma acabó por hacer desaparecer sin mayor explicación. Aun así, el garaje se convirtió en mi reino, un lugar propio en el que resistir.
Escuché como en la habitación comenzaba el movimiento. Alguien reclamó mi presencia, pero permanecí en silencio, enajenado con la lluvia que cortaba el aire de forma transversal mientras las ráfagas de viento amenazaban la consistencia de las ventanas. El cielo estaba tan gris que parecía imposible que fuese a amanecer.
El siguiente de la lista era Felipe. Lo busqué en la agenda del teléfono y de camino hacia la F me quedé atascado en la D. Hacía unos meses que había dejado una fatigosa relación de diez años. Cansada de mi falta de compromiso y la carencia total de planes de futuro, ella acabó por marcharse de casa. Eso sí, al contrario que Papá, avisó antes y varias veces.
Nada que reprocharle, todo lo contrario.
Desde que se había ido de casa, habríamos intercambiado un par de correos electrónicos y algún mensaje telefónico a horas intempestivas. La sorpresiva aparición de Papá, unos días después de que ella abandonase nuestra casa, había anulado cualquier intento por mi parte de recuperarla. Pero no la olvidaba. No. Permanecía latente, como si en cualquier momento pudiese alargar la mano y tocarla, despertarla de una pesadilla y acercarla de nuevo a mí.
Marqué el número de Felipe y no tardó en contestarme. Creo que estaba sobre aviso, aunque no me dijo nada al respecto.
Papá acaba de morir, le dije.
-        Escucha, ya sabes mi opinión al respecto. Si necesitas algo puedo ayudarte, pero preferiría que no me pidieses nada. No tienes por qué estar ahí, no tienes obligación…
Se hizo un silencio prolongado. Felipe parecía repetir un discurso memorizado. En el pasillo escuché como se movía una camilla. Tal vez habían desplazado ya el cuerpo de Papá y se afanaban en la limpieza del cuarto.
-        Papá es para mí un extraño.- dijo Felipe al otro lado del teléfono.
-        Pues ese extraño se ha muerto, Felipe.
-        Ya, oye tengo que colgar…te llamo después.
Felipe está felizmente casado y tiene dos niños de los que no sé precisar la edad. Tal vez 10 y 12 o 9 y 11. Son buenos chicos, no entiendo sus códigos, ni las cuestiones que les motivan o sus gustos personales, pero me parecen chicos nobles, sin complicaciones. En el fondo creo que tienen un carácter parecido al de mi hermano. Un tipo que no crea un problema jamás pero que también es incapaz de resolver uno si las cosas vienen mal. Se casó porque le pareció conveniente a su esposa, tuvo dos hijos porque satisfacía los anhelos de su esposa, vive en un chalet en las afueras porque allí es donde viven todos sus amigos. Felipe es profesor en la Universidad. Historia moderna, me parece. Su esposa es la Decana de la Facultad.
El marcador del teléfono seguía contando los segundos, pero Felipe ya no estaba al otro lado. No llamaría en todo el día. Ni tampoco al día siguiente. No pasaría por el hospital. Aquella fiesta era solo para mí.
Un celador entró en la sala portando una bolsa negra con los objetos personales de Papá. Le pedí que los dejase sobre una de las sillas de plástico. No tenía ganas de revisar el contenido. No tenía ganas de hablar con nadie. No tenía ganas de salir de aquella estancia, cuyo único vidrio resistía como podía las ráfagas de lluvia que ametrallaban furiosas su superficie.
Al marcharse el celador, una vez escuché sus pasos en el pasillo, surgió de nuevo el sonido de la radio, que ya me asaltara con anterioridad, como ruido de fondo que no llegara a descifrar. Eran los niños de la lotería de navidad cantando las cifras de la suerte. Era 22 de diciembre y antes de que el sorteo comenzase, Papá había decido marcharse sin decir adiós. Al mediodía las televisiones se entretendrían con las imágenes de los afortunados abriendo botellas de cava y brindando, preñados de alegría, por la suerte imposible que les había mirado de frente por una vez en la vida.
Quizás Papá se había quedado sin suerte, pensé. O tal vez la suerte era otra cosa. Atendía a reglas desconocidas por los niños que cantaban premios y números, y por los notarios que daban fe.
Conviene recordar que Papá apareció por sorpresa hace seis semanas. Hacía años que no sabíamos nada de él. Por alguna razón ignota, recurrió a mí primero. ¿Sabía que era el único que le abriría la puerta?
Vivo en un piso de alquiler de 60 metros cuadrados y el acople de mi nuevo inquilino no fue sencillo. En los cajones que liberé para que pudiese acomodar las cuatro cosas que traía en su maleta, todavía encontré restos de ropa interior femenina que mezclé enseguida con mis calzoncillos.
Él era un hombre terriblemente enfermo. Se le notaba de lejos. Aunque apenas hablamos, pude saber que había trabajado muchos años como taxista en Nueva York, que había tenido otras parejas pero no más hijos, que vivía atrapado en una culpa que no verbalizaba y se lo estaba merendando a toda velocidad, en forma de cáncer ubicado en varios órganos vitales.
Aquel hombre era, sin duda, un extraño para mí. Un tipo destrozado por los remordimientos. Reconocía sus ojos clareados y la frente que ahora llegaba más atrás. Pero su presencia de ánimo, el gesto vivaz y altivo, había desaparecido sin dejar rastro. Por el contrario, las cicatrices del rostro se correspondían con las de mi recuerdo, encajaban como piezas de puzzle.
Tardé varios días en comunicar a mis hermanos la presencia de Papá en casa. Nadie quiso saber nada de él. Felipe cogió una gripe que lo tumbó en cama varios días. Por Mamá no había problema, había muerto cinco años atrás. Ya no sufriría con aquella visita inesperada.
Adivina quien vino a cenar la pasada noche, le dije a mi madre en el cementerio, cuando al día siguiente de su llegada, acompañé a Papá a visitarla. Fue por expreso deseo suyo, que no logré disuadir. Le compró un ramo de flores y se puso de rodillas sobre el suelo mojado. Vestía traje y corbata. El escaso pelo, empapado por la lluvia fina, le daba a la cabeza un aspecto cadavérico. Ahí me di cuenta de lo poco que pesaba y lo grande que le quedaba el traje.
Papá no pronunció palabra. Se quedó allí arrodillado, con las flores apunto de marchitarse en sus manos, contagiadas de su misma enfermedad, expuesto a la incontinencia de las nubes que parecían dirigidas por el rencor de mi madre contra aquella visita inesperada, fuera del tiempo, ajena a cualquier lógica.
¿Por qué suceden las cosas?
Al volver a casa, en el coche, le pregunté a Papá por qué nos había abandonado. Me salió de la forma más natural, me pareció que tenía todo el derecho a preguntárselo, era justo. Sumido en el asiento del copiloto, mojado, agachó la cabeza y enjugó los ojos sin mucho éxito. Balbuceó cuatro palabras y emitió un estertor, una respiración sincopada como la de esos niños que no consiguen explicar su fechoría una vez cometida.
No me dijo nada más. Regresamos en silencio a casa. Yo un poco aturdido, él en un estado ruinoso, lamentable. Al día siguiente tuve que llevarlo al hospital porque al tratar de despertarlo por la mañana pensé que se había muerto. Cuando por fin abrió los ojos, me miró con mucha gravedad y supongo que revolvió en su cabeza en busca de mi nombre, sin mucho éxito. Después de unos segundos, yo mismo le tuve que decir quién era. Tu hijo pequeño, ¿te acuerdas?
Ese mismo día quedó ingresado en el hospital. El médico que lo atendió, me dijo que no había mucho por hacer, aunque se podría intentar un tratamiento quimioterápico. Mi padre se negó con rotundidad y tampoco permitió que le administrasen calmante alguno. Tuvo que firmar un papel donde expresaba su voluntad. Me eximió de ir a visitarlo pero yo iba todas las tardes y las noches que me era posible, como un autómata que no puede ofrecer otro tipo de respuesta. Me quedé a dormir con él todas las noches y cada vez fueron más noches, hasta que al final terminé por pedir días en el trabajo…
En definitiva, he pasado las últimas jornadas, las últimas horas, los últimos minutos, encerrado en esta habitación enferma. Pintada de blanco, sin cuadros, con manchas inciertas enturbiando el gotelé.
Las conversaciones no dieron para mucho porque pronto su cabeza comenzó a divagar y pocas veces acertaba con mi nombre o con el idioma que debía de utilizar. Me recordaba a la imagen famosa del maratoniano que, tras haber completado el recorrido, traspasa exhausto la meta, tambaleándose y a duras penas erguido.
No le pregunté nada más, no me pareció justo. Era un elefante viejo y cansado que había vuelto a casa para morir, que juntaba palabras sin sentido. Era un hombre atormentado y arrepentido. Quién sabe por qué hacemos las cosas, qué tipo de impulsos nos llevan a tirar la vida por la borda contra todo instinto de protección.
Supongo que ciertos actos vitales, una vez ejecutados, ya no es posible deshacerlos, ni volver atrás, ni borrar sus efectos…y permanecen toda la vida, para pesar a todas horas y bajo cualquier circunstancia.
El hombre de la funeraria ha vuelto y me ha dicho que podemos incinerar a Papá mañana por la mañana. Le he dicho que no abriré la capilla ardiente y que tampoco es necesario un libro de condolencias. Seremos solo él y yo en el velatorio. Iré a casa mientras ese cuerpo que ya no es mi padre se va serenando. Me ducharé, me vestiré nuevo y limpio. Regresaré y pasaré las horas que resten en el tanatorio. Hasta el amanecer.
No sé por qué lo hago.
Supongo que si yo no lo hago, no lo hará nadie.
Supongo que si yo no lo hago, se quedará allí solo, sin un observador que atestigüe que no fue tan cruel lo que hizo, sin alguien que con su presencia no refrende que ya nada importa. Que todo está bien.
Antes de abandonar la sala de espera, me acordé de un documental que vi en la televisión, un sábado a las tantas de la madrugada. Creo que el mismo día que ella se marchó. Trataba sobre el momento en que el cuerpo se desconecta de la vida y las células se van apagando poco a poco, como si fuesen el alumbrado de una ciudad al amanecer. Al parecer, el último sentido que perdemos es el del tacto. Alguien que está muerto para la clínica, puede sentir aun una caricia.
Recordé entonces que durante el trance final había sido incapaz de tocar a mi padre. No acaricié su brazo que estaba a mi alcance. No le dije que aun seguía allí, que no tuviese miedo.
Reparo en ello ahora, que he vuelto torpemente a buscar la inicial D en el teléfono y que, por fin, tomo triste conciencia de que todo ha terminado.