—Me pone un café sola.
—Querrás decir un «café solo».
—No, sola, ¡sola!
Suena un mensaje de whatsapp. Será él. Seguro. Eva decide no
mirar el móvil para que no quede registrada la hora a la que se conecta por
última vez. Pega un sorbo a la taza humeante que le ha servido el camarero
mientras echa un vistazo al periódico que está sobre la barra. Pasa las hojas
sin prestar atención. «Me ha vuelto a pasar. ¡Joder! ¡Me ha vuelto a pasar! Al final va a ser
verdad eso de que la amistad hombre mujer no existe...». Siempre se juraba que
sería la última vez, que no volvería a dejar entrar en su vida a ningún hombre
con el que no tuviera claro que se quisiera acostar. Sin embargo, casi todos
sus nuevos amigos acababan siendo hombres. Le resultaban mucho más interesantes
que las mujeres de su edad. Pero claro, en seguida llegaba un punto en el que
el de enfrente quería algo más... Vuelve a sonar otro mensaje. Decide poner el
teléfono en silencio. Sigue hojeando el periódico: «La primavera árabe sacude
los cimientos de la sociedad egipcia», reza un titular.
Rashida entra en un café de un barrio de las afueras de El Cairo. No
hay ni una sola mujer. Todas las cabezas se giran hacia ella; se ajusta mejor
el velo y se dirige hacia el mostrador. Apoya unas carpetas sobre un taburete y
se sienta en otro. Los vaqueros asoman debajo de la túnica.
—Un té, por favor.
El
camarero le sirve de una tetera hirviendo sin dirigirle la palabra. Rashida contempla
el líquido rojo caer en el vaso de cristal.
—Gracias—, dice después de un rato.
Silencio
por respuesta.
«¡Tantas cosas por cambiar!». Siente
el móvil vibrando en el bolsillo del pantalón. Lo saca discretamente: su cuenta
de twitter la avisa de nuevas
movilizaciones en la Plaza Tahrir. Un escalofrío le recorre la espalda. La
misma espalda sobre la que inciden todas las miradas del local. Busca en los
contactos de su agenda y empieza a escribir un mensaje de texto. Le encanta su
último tatuaje de henna: las florecillas se pierden por ramas sinuosas entre
los dedos de las manos.
Karen empuja la puerta de un local de
El Soho. No puede evitar fijarse en sus manos. Las odia: son tan huesudas que siempre
la delatan. Da igual la depilación láser o los kilos de crema... Si fuera
invierno, al menos podría llevar los guantes puestos.
Se le hace raro
entrar en un garito a plena luz del día. Está vacío. Detrás del mostrador un
chico con el pelo verde limpia unas copas de diseño.
—Un manhattan—pide apoyando el bolso
en la barra.
—¿Dulce o seco?—le pregunta el
camarero tras echar vaho en la copa y frotarla con un trapo.
—Seco.
Ve en el espejo tras el
mostrador que el chaval lleva una serpiente tatuada en la nuca. Es verde, como
el pelo. Karen se sienta en uno de los taburetes psicodélicos; acomoda la
entrepierna con disimulo. Saca el i-phone
del bolso y vuelve a leer el correo que le ha escrito su madre, tan largo como
melodramático: «Te lo suplico, Nate, te lo suplico. Ven vestido como Dios manda, deja
peluca y faldas en el armario. Hazme caso, por favor, aunque solo sea por una
vez en tu vida. No le arruines la boda a tu hermana».
Eva lo conoció en una boda. Le cayó bien desde el primer momento. Se
pasaron juntos todo el banquete. Y todo el baile. Pero no le gustó; tampoco la
segunda vez que quedaron, ni la siguiente. Se divertía mucho con él, compartían
muchas afinidades, tenían ideas parecidas, pero Eva no se planteaba nada más,
ni por asomo. Sin embargo él...
—¿Qué tal estaba ese café sola?—le dice
el camarero guiñándole un ojo—Eva descubre que tiene un lunar minúsculo en una
esquina del ojo. También que sus pestañas son larguísimas.
—Muy bueno—contesta ella sonriendo.
—Recién traidito de Colombia.
Adivina
por el acento que café y camarero tienen la misma procedencia. Entra una pareja
en el bar que se coloca en una mesa del fondo y el chico sale de la barra para
atenderlos. Eva aprovecha para echar un vistazo al teléfono: la pantalla
anuncia cinco mensajes de whatsapp
sin leer. Vuelve a meter el móvil en su funda. Se fija en la pareja que acaba
de sentarse. Cada uno mira una carta mientras el camarero espera paciente, bloc
y boli en mano. Se gira hacia la barra y la ve. El chaval le sonríe. Eva nota
que se ha puesto colorada y se refugia en el periódico. Una foto en blanco y
negro muestra una plaza abarrotada. Los manifestantes sostienen pancartas frente
a unos tanques. Eva se da cuenta de que apenas hay mujeres, solo un par de
pañuelos entre la multitud de cabello oscuro.
Rashida
bebe del té que ya se le ha quedado frío. Se abstiene de pedir otro por no interactuar
con el camarero. Los clientes la siguen mirando sin ningún pudor, procura no
levantar la mirada para no cruzarse con aquellos ojos inquisitivos. De repente,
pasa un camión del ejército a toda velocidad formando un gran revuelo. Suenan
sirenas a lo lejos. Los señores pierden todo interés en ella y salen a la calle
a ver qué está pasando. Rashida suspira. En la Plaza Tahrir la están esperando.
En la Plaza Tahrir se está decidiendo el futuro de su país y allí sigue ella, anclada
al taburete de un café de las afueras, bebiendo de un té que ni es té ni es agua
ni es nada, con las pancartas bien dobladitas en carpetas: gritos de libertad
enmudecidos entre cuatro cartones. Vuelve a mirar el móvil, ¿de verdad se había
llegado a creer valiente alguna vez? Es entonces cuando recuerda a su madre, que
murió hace unos años sin haber salido nunca de El Cairo, toda una vida consagrada
a sus hijos y a su marido. A un marido que a esas horas estaría en algún café como
aquel, criticando con rabia a los nuevos revolucionarios. Rashida piensa
también en su hermano mayor, en cómo se pondría si la viera allí, en lo que
sería capaz de hacerle si se enteraba de que andaba metida en las revueltas. Y
prefiere acordarse de su hermana pequeña, por la que todavía alberga esperanza,
o de su hermano emigrante, quien igual puede regresar algún día y dejar de
limpiar aseos inmundos por los bares de Nueva York.
—Manhattan dry, el auténtico y genuino
—el chico del pelo verde agita la coctelera antes de verter el contenido en la
copa. Una guinda se queda flotando en la mezcla rojiza.
—Salud.
Karen le da un sorbo. Está realmente bueno. Evoca su primer
manhattan, fue en aquella fiesta en la que estrenó peluca. Sonríe al recordar
la cara de sus amigos cuando la vieron entrar: melena dorada, minifalda y
tacones de aguja. «Si en realidad te queremos como eres, cariño», sigue el correo
lacrimógeno de su madre, «pero hazlo por nosotras, por Dios bendito, ven a la
ceremonia con traje y corbata». Un día logró embutir todas las corbatas por el
triturador del fregadero. El seguro no le cubrió el desatasco. Hacía cinco años
ya. Cinco años de Karen. Cinco años del adiós definitivo a Nate.
—El truco está en la angostura—el
camarero seca otra copa con delicadeza—un chorrito, nada más.
Karen
da un trago más. La verdad es que el coctel está muy por encima de la media.
—Que el whisky sea bueno, también es
importante, está claro—el cristal está quedando inmaculado—, pero la clave es la angostura, en serio, la
angostura.
El chico se da la vuelta para colocar
la copa en una estantería. Alza el brazo y Karen ve la serpiente tatuada
colarse por la camiseta sin mangas. Reaparece por la nuca llevando una manzana en
la boca. «Y Satanás en forma de serpiente le ofreció a Eva la fruta del pecado »,
le parece estar escuchando la voz chillona de su madre. Su hermana y él
acostados en las literas, ella en la
mecedora sosteniendo una biblia. «Eva,
la primera mujer que pobló la Tierra». Eva,
piensa Karen, la primera mujer que vino de un hombre. Y se echa a reír. Al fin
y al cabo, la pobre no dejaba de ser más que una de las costillas de Adán.
—¿Y cómo se llama la chica del café
sola?—pregunta el camarero colombiano apoyándose hacia delante en la barra.
Lleva los últimos botones de la camisa desabrochados.
—Eva.
—Bello nombre, como el de la
primera...
—Sí, sí, ya me conozco esa historia,
no hace falta que me la cuentes.
El
chico aprovecha una llamada desde una las mesas para batirse en retirada. «Joder, soy la
bomba, a este que está bueno, voy y no le doy cancha». Eva saca una vez más el
móvil de su funda y comprueba que el número de mensajes sin leer no ha parado
de crecer. Se decide por fin a abrirlos. Es él, estaba claro. Tras varios
mensajes intrascendentes, la convoca para una cena en un restaurante de moda.
Sábado próximo. Eva sabe que es el punto de inflexión. Si no quiere nada más,
no debería ir.
«Tengo que ir. Tengo que ir ¡ya!». Rashida
se remueve inquieta en el taburete, pero no acaba de bajarse. En el café no
queda un alma, están todos fuera viendo pasar el convoy del ejército.
«No pienso ir. No me da la gana. A la
mierda la maldita boda, mi hermana y la madre que nos parió». Karen da el
último trago a su manhattan y pide otro alzando la copa vacía. El camarero del
pelo verde asiente con la cabeza.
«No. No puedo a ir a esa cena». Eva
empieza a escribir un whatsapp, pero
lo elimina sin darle a enviar.
La caravana de camiones militares deja
la calle atrás y los hombres vuelven a entrar en el café. Se sientan en sus
mesas, enzarzándose en un caluroso debate; por lo que alcanza a oír Rashida,
todos están en contra de la revuelta. No esperaba menos.
—Más mano dura, lo que hacía falta es mucha
más mano dura.
—¡Iba yo a dejar salir a mi hija a la
calle según están las cosas!
—Las mujeres donde tienen que estar es
en casa, no en los bares—dice el camarero quitando de la barra el vaso de
cristal en el que ya solo quedan los posos del té. Se queda mirando fijamente a
Rashida. Por un momento, ella le sostiene la mirada. Luego la baja, siente las
piernas temblando debajo de la túnica.
El
camarero se aleja dándole la espalda.
—¿Cuánto le debo?
—Invita la casa.
Rashida
saca unas cuantas libras de su monedero y las posa en el mostrador. Se pone en
pie despacio. Se estira la túnica, recoloca el pañuelo y coge las carpetas del
otro taburete; con ellas apoyadas en el pecho, sale del café a pasos lentos. Enfila
la calle siguiendo el mismo rumbo que los camiones. La brisa le acaricia la
cara, tiene las mejillas ardiendo.
Karen
tiene abrasando la cara, se acaba de terminar su segundo manhattan y por el
mareo que empieza a sentir, sabe que el tercero debe esperar. Coge la guinda
del fondo de la copa y se la mete en la boca. El camarero se queda observándola. «No mastiques con la boca abierta, Nate», otra vez
la voz aguda de su madre martilleándole la cabeza.
—Ni muy dulces, ni muy blandas—la voz
del chico sin embargo es grave. Y mucho más bonita.
—¿Cómo?
—Las guindas no pueden ser demasiado
dulces, arruinarían el coctel.
—Ajá.
—Tampoco demasiado blandas porque se
desmenuzan y se quedan flotando en trocitos.
—Ya.
—Lo auténtico es muy complicado,
pero...
—¿Pero?
—Pero es posible.
Un
nuevo cliente se ha sentado en el otro extremo de la barra y el camarero se marcha
hacia él. Karen saca el carmín de su bolso y se pinta los labios mirándose en
el espejo de detrás del mostrador. Se levanta y deja unos dólares junto a la
copa vacía. El rabito de la guinda se ve en el interior. Cuando sale a la
calle, siente el aire en la cara. Está empezando a refrescar. Enfila la
avenida. Todavía está a tiempo: la iglesia se encuentra a muy pocas manzanas.
Después
de la boda debían de haber quedado unas cuatro o cinco veces ya. Eva sabía
perfectamente que esta situación estaba a punto de llegar. Y le da rabia. Mucha.
Porque él le cae francamente bien. Coge el móvil y mira otra vez el último
mensaje. Sábado. Cena. No, no hay vuelta de hoja.
—Disculpa, ¿me pones un vaso de agua?
El
camarero le sirve el agua sin apenas mirarla a la cara.
—Gracias. Y la cuenta cuando puedas,
por favor.
—¿Por un café sola y un vaso de agua?
Eva
le sonríe. Se siente culpable por el desaire de antes. No tendría que haber
sido tan borde con el chico.
—Y perdona, ¿eh?
—¿Que perdone? ¿Por qué?
—Por lo de antes, por lo de... bueno,
ya sabes.
—Ya, ya.
—Entonces, ¿qué te debo?
—Nada, chica, no me debes nada—contesta él muy serio
haciendo énfasis en el debes.
«Touché».
Eva
coloca dos euros en el mostrador y sale por la puerta del bar. Sopla un viento
fresco. Antes de enfilar la calle, teclea rápidamente en su móvil. Termina el
mensaje con un emoticono sonriente. Pulsa
enviar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario