miércoles, 28 de octubre de 2015

PRIMER PREMIO: "DE CAFÉS, TÉS Y OTRAS BEBIDAS" DE ANA DÍAZ VELASCO

—Me pone un café sola.
—Querrás decir un «café solo».
—No, sola, ¡sola!
Suena un mensaje de whatsapp. Será él. Seguro. Eva decide no mirar el móvil para que no quede registrada la hora a la que se conecta por última vez. Pega un sorbo a la taza humeante que le ha servido el camarero mientras echa un vistazo al periódico que está sobre la barra. Pasa las hojas sin prestar atención. «Me ha vuelto a pasar. ¡Joder! ¡Me ha vuelto a pasar! Al final va a ser verdad eso de que la amistad hombre mujer no existe...». Siempre se juraba que sería la última vez, que no volvería a dejar entrar en su vida a ningún hombre con el que no tuviera claro que se quisiera acostar. Sin embargo, casi todos sus nuevos amigos acababan siendo hombres. Le resultaban mucho más interesantes que las mujeres de su edad. Pero claro, en seguida llegaba un punto en el que el de enfrente quería algo más... Vuelve a sonar otro mensaje. Decide poner el teléfono en silencio. Sigue hojeando el periódico: «La primavera árabe sacude los cimientos de la sociedad egipcia», reza un titular.


Rashida entra en un café de un barrio de las afueras de El Cairo. No hay ni una sola mujer. Todas las cabezas se giran hacia ella; se ajusta mejor el velo y se dirige hacia el mostrador. Apoya unas carpetas sobre un taburete y se sienta en otro. Los vaqueros asoman debajo de la túnica.
—Un té, por favor.
          El camarero le sirve de una tetera hirviendo sin dirigirle la palabra. Rashida contempla el líquido rojo caer en el vaso de cristal.
—Gracias—, dice después de un rato.
          Silencio por respuesta.
          «¡Tantas cosas por cambiar!». Siente el móvil vibrando en el bolsillo del pantalón. Lo saca discretamente: su cuenta de twitter la avisa de nuevas movilizaciones en la Plaza Tahrir. Un escalofrío le recorre la espalda. La misma espalda sobre la que inciden todas las miradas del local. Busca en los contactos de su agenda y empieza a escribir un mensaje de texto. Le encanta su último tatuaje de henna: las florecillas se pierden por ramas sinuosas entre los dedos de las manos.


          Karen empuja la puerta de un local de El Soho. No puede evitar fijarse en sus manos. Las odia: son tan huesudas que siempre la delatan. Da igual la depilación láser o los kilos de crema... Si fuera invierno, al menos podría llevar los guantes puestos.
Se le hace raro entrar en un garito a plena luz del día. Está vacío. Detrás del mostrador un chico con el pelo verde limpia unas copas de diseño.
—Un manhattan—pide apoyando el bolso en la barra.
—¿Dulce o seco?—le pregunta el camarero tras echar vaho en la copa y frotarla con un trapo.
 —Seco.
Ve en el espejo tras el mostrador que el chaval lleva una serpiente tatuada en la nuca. Es verde, como el pelo. Karen se sienta en uno de los taburetes psicodélicos; acomoda la entrepierna con disimulo. Saca el i-phone del bolso y vuelve a leer el correo que le ha escrito su madre, tan largo como melodramático: «Te lo suplico, Nate, te lo suplico. Ven vestido como Dios manda, deja peluca y faldas en el armario. Hazme caso, por favor, aunque solo sea por una vez en tu vida. No le arruines la boda a tu hermana».


          Eva lo conoció en una boda.  Le cayó bien desde el primer momento. Se pasaron juntos todo el banquete. Y todo el baile. Pero no le gustó; tampoco la segunda vez que quedaron, ni la siguiente. Se divertía mucho con él, compartían muchas afinidades, tenían ideas parecidas, pero Eva no se planteaba nada más, ni por asomo. Sin embargo él...
—¿Qué tal estaba ese café sola?—le dice el camarero guiñándole un ojo—Eva descubre que tiene un lunar minúsculo en una esquina del ojo. También que sus pestañas son larguísimas.
—Muy bueno—contesta ella sonriendo.
­—Recién traidito de Colombia.
          Adivina por el acento que café y camarero tienen la misma procedencia. Entra una pareja en el bar que se coloca en una mesa del fondo y el chico sale de la barra para atenderlos. Eva aprovecha para echar un vistazo al teléfono: la pantalla anuncia cinco mensajes de whatsapp sin leer. Vuelve a meter el móvil en su funda. Se fija en la pareja que acaba de sentarse. Cada uno mira una carta mientras el camarero espera paciente, bloc y boli en mano. Se gira hacia la barra y la ve. El chaval le sonríe. Eva nota que se ha puesto colorada y se refugia en el periódico. Una foto en blanco y negro muestra una plaza abarrotada. Los manifestantes sostienen pancartas frente a unos tanques. Eva se da cuenta de que apenas hay mujeres, solo un par de pañuelos entre la multitud de cabello oscuro.
         

          Rashida bebe del té que ya se le ha quedado frío. Se abstiene de pedir otro por no interactuar con el camarero. Los clientes la siguen mirando sin ningún pudor, procura no levantar la mirada para no cruzarse con aquellos ojos inquisitivos. De repente, pasa un camión del ejército a toda velocidad formando un gran revuelo. Suenan sirenas a lo lejos. Los señores pierden todo interés en ella y salen a la calle a ver qué está pasando. Rashida suspira. En la Plaza Tahrir la están esperando. En la Plaza Tahrir se está decidiendo el futuro de su país y allí sigue ella, anclada al taburete de un café de las afueras, bebiendo de un té que ni es té ni es agua ni es nada, con las pancartas bien dobladitas en carpetas: gritos de libertad enmudecidos entre cuatro cartones. Vuelve a mirar el móvil, ¿de verdad se había llegado a creer valiente alguna vez? Es entonces cuando recuerda a su madre, que murió hace unos años sin haber salido nunca de El Cairo, toda una vida consagrada a sus hijos y a su marido. A un marido que a esas horas estaría en algún café como aquel, criticando con rabia a los nuevos revolucionarios. Rashida piensa también en su hermano mayor, en cómo se pondría si la viera allí, en lo que sería capaz de hacerle si se enteraba de que andaba metida en las revueltas. Y prefiere acordarse de su hermana pequeña, por la que todavía alberga esperanza, o de su hermano emigrante, quien igual puede regresar algún día y dejar de limpiar aseos inmundos por los bares de Nueva York.


—Manhattan dry, el auténtico y genuino —el chico del pelo verde agita la coctelera antes de verter el contenido en la copa. Una guinda se queda flotando en la mezcla rojiza.
—Salud.
          Karen le da un sorbo. Está realmente bueno. Evoca su primer manhattan, fue en aquella fiesta en la que estrenó peluca. Sonríe al recordar la cara de sus amigos cuando la vieron entrar: melena dorada, minifalda y tacones de aguja. «Si en realidad te queremos como eres, cariño», sigue el correo lacrimógeno de su madre, «pero hazlo por nosotras, por Dios bendito, ven a la ceremonia con traje y corbata». Un día logró embutir todas las corbatas por el triturador del fregadero. El seguro no le cubrió el desatasco. Hacía cinco años ya. Cinco años de Karen. Cinco años del adiós definitivo a Nate.
—El truco está en la angostura—el camarero seca otra copa con delicadeza—un chorrito, nada más.
          Karen da un trago más. La verdad es que el coctel está muy por encima de la media.
—Que el whisky sea bueno, también es importante, está claro—el cristal está quedando inmaculado—, pero la clave es la angostura, en serio, la angostura.
          El chico se da la vuelta para colocar la copa en una estantería. Alza el brazo y Karen ve la serpiente tatuada colarse por la camiseta sin mangas. Reaparece por la nuca llevando una manzana en la boca. «Y Satanás en forma de serpiente le ofreció a Eva la fruta del pecado », le parece estar escuchando la voz chillona de su madre. Su hermana y él acostados en las literas,  ella en la mecedora sosteniendo una  biblia. «Eva, la primera mujer que pobló la Tierra».  Eva, piensa Karen, la primera mujer que vino de un hombre. Y se echa a reír. Al fin y al cabo, la pobre no dejaba de ser más que una de las costillas de Adán.

—¿Y cómo se llama la chica del café sola?—pregunta el camarero colombiano apoyándose hacia delante en la barra. Lleva los últimos botones de la camisa desabrochados.
—Eva.
—Bello nombre, como el de la primera...
—Sí, sí, ya me conozco esa historia, no hace falta que me la cuentes.
          El chico aprovecha una llamada desde una las mesas para batirse en retirada. «Joder, soy la bomba, a este que está bueno, voy y no le doy cancha». Eva saca una vez más el móvil de su funda y comprueba que el número de mensajes sin leer no ha parado de crecer. Se decide por fin a abrirlos. Es él, estaba claro. Tras varios mensajes intrascendentes, la convoca para una cena en un restaurante de moda. Sábado próximo. Eva sabe que es el punto de inflexión. Si no quiere nada más, no debería ir.


          «Tengo que ir. Tengo que ir ¡ya!». Rashida se remueve inquieta en el taburete, pero no acaba de bajarse. En el café no queda un alma, están todos fuera viendo pasar el convoy del ejército.


          «No pienso ir. No me da la gana. A la mierda la maldita boda, mi hermana y la madre que nos parió». Karen da el último trago a su manhattan y pide otro alzando la copa vacía. El camarero del pelo verde asiente con la cabeza.


          «No. No puedo a ir a esa cena». Eva empieza a escribir un whatsapp, pero lo elimina sin darle a enviar.


          La caravana de camiones militares deja la calle atrás y los hombres vuelven a entrar en el café. Se sientan en sus mesas, enzarzándose en un caluroso debate; por lo que alcanza a oír Rashida, todos están en contra de la revuelta. No esperaba menos.
—Más mano dura, lo que hacía falta es mucha más mano dura.
—¡Iba yo a dejar salir a mi hija a la calle según están las cosas!
—Las mujeres donde tienen que estar es en casa, no en los bares—dice el camarero quitando de la barra el vaso de cristal en el que ya solo quedan los posos del té. Se queda mirando fijamente a Rashida. Por un momento, ella le sostiene la mirada. Luego la baja, siente las piernas temblando debajo de la túnica.
          El camarero se aleja dándole la espalda.
—¿Cuánto le debo?
—Invita la casa.
          Rashida saca unas cuantas libras de su monedero y las posa en el mostrador. Se pone en pie despacio. Se estira la túnica, recoloca el pañuelo y coge las carpetas del otro taburete; con ellas apoyadas en el pecho, sale del café a pasos lentos. Enfila la calle siguiendo el mismo rumbo que los camiones. La brisa le acaricia la cara, tiene las mejillas ardiendo.


          Karen tiene abrasando la cara, se acaba de terminar su segundo manhattan y por el mareo que empieza a sentir, sabe que el tercero debe esperar. Coge la guinda del fondo de la copa y se la mete en la boca. El camarero se queda observándola.  «No mastiques con la boca abierta, Nate», otra vez la voz aguda de su madre martilleándole la cabeza.
—Ni muy dulces, ni muy blandas­—la voz del chico sin embargo es grave. Y mucho más bonita.
—¿Cómo?
—Las guindas no pueden ser demasiado dulces, arruinarían el coctel.
—Ajá.
—Tampoco demasiado blandas porque se desmenuzan y se quedan flotando en trocitos.
—Ya.
—Lo auténtico es muy complicado, pero...
—¿Pero?
—Pero es posible.
          Un nuevo cliente se ha sentado en el otro extremo de la barra y el camarero se marcha hacia él. Karen saca el carmín de su bolso y se pinta los labios mirándose en el espejo de detrás del mostrador. Se levanta y deja unos dólares junto a la copa vacía. El rabito de la guinda se ve en el interior. Cuando sale a la calle, siente el aire en la cara. Está empezando a refrescar. Enfila la avenida. Todavía está a tiempo: la iglesia se encuentra a muy pocas manzanas.


          Después de la boda debían de haber quedado unas cuatro o cinco veces ya. Eva sabía perfectamente que esta situación estaba a punto de llegar. Y le da rabia. Mucha. Porque él le cae francamente bien. Coge el móvil y mira otra vez el último mensaje. Sábado. Cena. No, no hay vuelta de hoja.
—Disculpa, ¿me pones un vaso de agua?
          El camarero le sirve el agua sin apenas mirarla a la cara.
—Gracias. Y la cuenta cuando puedas, por favor.
—¿Por un café sola y un vaso de agua?
          Eva le sonríe. Se siente culpable por el desaire de antes. No tendría que haber sido tan borde con el chico.
—Y perdona, ¿eh?
—¿Que perdone? ¿Por qué?
—Por lo de antes, por lo de... bueno, ya sabes.
—Ya, ya.
—Entonces, ¿qué te debo?
—Nada, chica, no me debes nada—contesta él muy serio haciendo énfasis en el debes.
          «Touché».
          Eva coloca dos euros en el mostrador y sale por la puerta del bar. Sopla un viento fresco. Antes de enfilar la calle, teclea rápidamente en su móvil. Termina el mensaje con un emoticono sonriente. Pulsa enviar.


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