Papá murió hoy a
las seis y cuarenta y cinco de la mañana, y tengo que decir que yo estuve con
él hasta el final.
Era la primera
vez que veía delante de mis ojos un cuerpo sin vida. Esa quietud, esa
respiración interrumpida en un de repente, frontera entre el ser y no ser. Ni
siquiera apreté el botón de emergencia, dejé que pasasen unos minutos sin
moverme, sin tocarle, concentrado en el truncado ir y venir de su pecho, ya sin
el ritmo de la vida, con el rostro agotado, la boca entreabierta bosquejando un
hálito inservible y esos ojos heridos, de animal acorralado y arrepentido, que
por fin lograba cruzar la puerta del gran umbral.
Se marchaba él y
todos sus pecados. Yo me quedé de este lado del telón, impresionado por la
trascendencia de la escena, y nada supe del camino que ya recorría a solas,
allí donde este gran entendimiento material que nos confunde de nada sirve.
Fue a las seis y
cuarenta y cinco. Me acuerdo porque, aunque no utilizo reloj desde hace años,
la esfera dorada del suyo se me quedó grabada en la retina, como si fuese un
gran sol merodeando en el invierno.
Después di
sigilosamente la voz de alarma y al instante apareció una enfermera apresurada
que le tomó la muñeca, y un facultativo que certificó la pérdida, al tiempo que
la primera, una vez verificada la ausencia de pulso, me dejó sobre la espalda
una caricia espesa que me erizó la piel. Me pareció que en tal instante me
había vuelto alérgico al tacto, a la ternura.
¿Qué se supone
que hace uno en estos casos? Bueno, alguien en el hospital se encargó de llamar
a la funeraria y en pocos minutos apareció un hombre vestido de traje negro, el
pelo engominado y una reluciente libreta recubierta de piel. Hablaba en voz muy
baja y fue tomando nota de mis deseos, que por otra parte yo iba comunicando
como quien deshoja una margarita, es decir, sin ser consciente de la vida
delicada que desmenuzaba con mis dedos. Todo se concretó de forma satisfactoria
en apenas el tiempo que ocupa un desayuno. No tuve queja alguna.
Salí de la
habitación en la que llevaba encerrado las últimas 48 horas y en la sala de
espera contigua, vacía y desangelada, con las paredes blancas y desnudas,
busqué a través del ventanal un horizonte sobre el que poder descargar aquel
gran peso, largamente cabalgando sobre la espalda. Había dejado de llover, pero
una rotunda capa de nubes manchaba el cielo, mecida por la sudestada, amén del
oleaje salvaje que acosaba el perfil de la costa desde hacía días.
En el teléfono
móvil localicé enseguida el número de Azucena, mi hermana mayor. Somos cuatro
en total, contándome a mí, que soy el pequeño. Después viene mi hermano Felipe,
cinco años mayor que yo, al que le sigue Juan, dos años y medio más viejo. Con
Azucena la distancia es considerable, casi una década nos separa. Nunca me he
entendido bien con ella. Será porque siempre jugó conmigo un papel de madre más
que de hermana, y supongo que eso enturbió nuestra relación hasta límites
insospechados.
Cuando Papá desapareció sin dejar ni rastro,
ella tuvo que asumir responsabilidades que no le correspondían, condicionando
su vida por el bien de todos nosotros. Se lo agradezco, claro, aunque tenga la
horrible sensación de que ella necesite de forma constante la manifestación de
ese reconocimiento. Es una relación compleja la nuestra: no la puedo querer
como a una madre, pues sé que ella no es y tampoco como a una hermana, pues
nunca se comportó como tal.
Azucena vive en
las afueras, en una urbanización de esas donde todas las casas son iguales. Las
pocas veces que voy a visitarla, termino por recurrir a la libreta donde llevo
anotada su dirección. De otra forma, no conseguiría jamás encontrar su casa.
Tiene tres hijos y un marido que trabaja en banca, que toca en un grupo de rock
en los ratos libres y con el que, sospecho, las cosas no van demasiado bien.
Azucena no trabaja y acaba de cumplir los cincuenta.
El teléfono inquirió
varias veces. La voz pesada de mi hermana al otro lado me hizo recordar que era
domingo, unos minutos más tarde de las siete y media de la mañana. No necesité decirle
el motivo de mi llamada, no podía existir otra razón más que la que ella
enseguida adivinó. Por mi parte, también tenía claro cual iba a ser su
respuesta, nada nuevo bajo el sol. Al otro lado del cristal, una nube negra se
deshacía en lluvia sobre las obras de un nuevo puerto de mercancías que llevan
años construyendo. En ese periodo, desmontaron media ladera de una montaña al
tiempo que borraban una de las playas de mi infancia. Debemos de estar todos
enfermos, pensé. El mundo desaparece.
-
Te agradezco que me llames, pero sabes que quiero
mantenerme al margen.- confirmó mi hermana mientras de fondo se escuchaba la
adormilada voz de su marido, reclamando el nombre del impresentable que le
despertaba a esas horas.
-
Papá ha muerto, Azucena, acaba de suceder. Fue a las
seis y cuarenta y cinco ¿sabes?
-
Tú sabrás por qué estás ahí.
No quedaba mucho
más por decir.
Papá era un tipo
desconcertante. Según las diferentes versiones que me han llegado, una persona
despreocupada, carente de empatía hacia los demás y que miraba a sus propios
hijos como a verdaderos extraños. Trabajaba como ingeniero en el astillero para
ganarse la vida y en el garaje de casa mataba horas y horas enfrascado en
inventos variados e inútiles. Todos se han perdido con el paso de los años, a
ninguno de ellos le podría seguir la pista. Recuerdo, eso sí, una linterna
solar con una bombilla eterna que no se podía apagar, a menos que estuvieses
totalmente a oscuras, y un abrelatas que era posible manejar con una sola mano.
A mi me gustaba
pasar el rato con Papá en el garaje. Mientras él trasteaba, yo procuraba no
hacer demasiado ruido, para no interrumpir sus cavilaciones, ni provocar mi
expulsión del paraíso. Tengo que decir que nunca me echó, ni se enfadó conmigo.
Mi madre decía que yo era un niño muy tranquilo, capaz de quedarme embobado
durante minutos con la cuestión más insignificante. Algo de eso debe de haber,
porque desde siempre tengo una rara habilidad para no aburrirme cuando estoy
solo.
Aunque compartí
con Papá escasos cinco años de convivencia, lo conservo bien nítido en la
memoria. Lo que no puedo asegurar es si mi memoria recuerda o inventa. Lo
recuerdo alto, fuerte, con la frente despejada, el rostro afilado y algunas
cicatrices de origen desconocido endureciendo el gesto. Portaba unas gafas de
pasta ancha deslizadas hasta la punta de la nariz. A todas horas en mangas de
camisa, sin importar la época del año que fuese. A mí siempre me respondió a
las preguntas que le planteaba, bien es cierto que no le insistía mucho cuando
le sospechaba ofuscado en alguna encrucijada o por completo abstraído con dos
cables de distinto color en la mano. Mis hermanos cuentan que jamás les
preguntó por sus notas o se preocupó por sus actividades deportivas, nunca pisó
una obra de fin de curso en el colegio o fue de compras para el día de Reyes,
todo lo más cambiar una rueda pinchada de la bicicleta o montar una canasta de
baloncesto en el patio.
Papá era un
hombre solitario, atrapado en sus asuntos.
Llamar a mi
hermano Juan siempre resulta un acto un tanto absurdo, porque nunca responde al
teléfono y solo de vez en cuando devuelve la llamada perdida. No me enfado con
él por ese motivo, pero es algo que saca de quicio a mi hermana mayor, con
quien mantiene un fuerte vínculo. Juan tiene mucho que ver con Papá, en cuanto
a su abnegada dedicación al trabajo. Vive al margen de cualquier cuestión
artística, social o familiar. Solo le interesan las cosas que puede ver y tocar
con sus propias manos. Llegó hasta el altar con su novia de toda la vida, no
tuvo hijos y hace un par de años que se separó de su esposa, un ser hermoso que
recuerdo toda la vida entrando y saliendo de mi casa. He de decir que ella me
cae mucho mejor que mi hermano. Seguimos viéndonos con cierta frecuencia. Juan
viaja mucho. Vive por y para su trabajo, aunque no sabría decir a ciencia
cierta en qué consiste. Si sé que viste de traje la mayor parte del tiempo y
que estudió Económicas con unas excelentes notas que mi madre no se cansaba de
mencionar como ejemplo a seguir. Juan fue el favorito de mi madre, no se puede
negar.
Creo que su
separación fue un intento de acaparar todo el tiempo para sí mismo. No se me
ocurre una mejor forma de definir su personalidad.
Al tercer
intento, desistí de mi intención de comunicar la noticia de palabra y le escribí
un mensaje sencillo, sin aditivos y directamente al grano, tal y como a él le
gustaría. No sé por qué quise complacerle de esa manera, supongo que necesitaba
algún cómplice en este intento desesperado por no verme a solas con el ataúd de
mi padre. Prefería evitar ese último trago amargo, demasiados sin sabores en el
haber como para agregar uno más a la lista.
Recuerdo el día
en que mi madre nos comunicó que Papá se había marchado de casa. En un
principio se iba a Estados Unidos a completar un trabajo iniciado en el
astillero. El era el responsable del proyecto y le correspondía cerrarlo en
alguna ciudad cuyo nombre no recuerdo, en la costa oeste. Mi madre le ayudó a
hacer la maleta y después, en el pasillo de casa, nos regaló un abrazo a cada
uno, salvo a mí que me revolvió el pelo y me dedicó una sonrisa tan alegre que
me animó a pedirle que me trajera algún regalo.
-
No sé si va a poder ser.- me dijo justo cuando sonaba
sobre la gravilla de la entrada las ruedas del taxi que venía a buscarle.
Unos meses después,
semanas antes de Navidad, mi madre, a la que yo había visto llorar a escondidas
en la cocina unas cuantas veces y arrastraba una melancolía que nos lastimaba a
todos dejándonos sin palabras, nos comunicó que Papá se había marchado para
siempre. Mi hermana mayor no dijo nada, solo se mordió con fuerza el labio
inferior, para contener unas lágrimas que finalmente sus ojos se tragaron. Con
el paso del tiempo supe que ella había conocido la noticia mucho antes que
nosotros. Mis hermanos se quedaron en silencio, inermes, como si no supiesen
cual era el siguiente paso a dar. Yo pregunté si acaso Papá se había muerto y
mi Madre nos explicó, entre sollozos y unos mocos que no dejaba de sujetar
forzadamente, que en realidad se había ido de casa. En resumen, él nos abandonaba
y ella no quería que volviese.
Jamás olvidaré
los ojos cuajados de rencor de Azucena, imagino que los mismos que trataba de activar
cuando mi llamada la despertó. Pensé que si no lloraba en breve, tal y como ya lo hacían Juan y
Felipe, acabaría por explotar de la rabia. Aun así, resistió el envite de forma
estoica y aun hoy es el día en que no sé como es el rostro de mi hermana
empañado por las lágrimas.
El equilibrio
sobre el que se sostenía nuestra vida familiar se había resquebrajado de forma
grave. De alguna manera tendríamos que reorganizar la trama de nuestras vidas.
Durante unos cuantos días, mi madre se metió en la cama y no se levantaba más
que para ir al baño. Nosotros nos comportábamos de forma autónoma y salvo mi
hermana, no faltamos ni un solo día al colegio. Tuvo que ser también mi hermana
quién saco a mi madre de la cama. Era invierno. Cuando llegamos una tarde a
casa, después de las clases, nos encontramos a ambas mujeres repartiéndose el
espacio de la cocina. Mi madre envuelta en una bata rosada muy gastada y
ejecutando la tarea con parsimonia, sin mucha convicción, y mi hermana, que en
ese momento me pareció que había ganado unos cuantos años en apenas unas horas,
dirigiendo las operaciones sin dudar ni un segundo. Nos preguntó si traíamos
deberes, nos indicó el camino del baño para que nos aseásemos los restos de los
dulces que nos habíamos comido sin permiso y distribuyó ocupaciones para todos.
Desde entonces,
no recuerdo que mi hermana me hubiese entregado un beso por propia voluntad o
que tuviese un gesto cariñoso hacia mí. De alguna forma se sentía incomoda con
mi tendencia a visitar el garaje para ingeniar alternativas a los inventos de
Papá, que ella misma acabó por hacer desaparecer sin mayor explicación. Aun
así, el garaje se convirtió en mi reino, un lugar propio en el que resistir.
Escuché como en
la habitación comenzaba el movimiento. Alguien reclamó mi presencia, pero
permanecí en silencio, enajenado con la lluvia que cortaba el aire de forma
transversal mientras las ráfagas de viento amenazaban la consistencia de las
ventanas. El cielo estaba tan gris que parecía imposible que fuese a amanecer.
El siguiente de
la lista era Felipe. Lo busqué en la agenda del teléfono y de camino hacia la F me quedé atascado en la D. Hacía unos meses que
había dejado una fatigosa relación de diez años. Cansada de mi falta de
compromiso y la carencia total de planes de futuro, ella acabó por marcharse de
casa. Eso sí, al contrario que Papá, avisó antes y varias veces.
Nada que
reprocharle, todo lo contrario.
Desde que se
había ido de casa, habríamos intercambiado un par de correos electrónicos y
algún mensaje telefónico a horas intempestivas. La sorpresiva aparición de Papá,
unos días después de que ella abandonase nuestra casa, había anulado cualquier intento
por mi parte de recuperarla. Pero no la olvidaba. No. Permanecía latente, como
si en cualquier momento pudiese alargar la mano y tocarla, despertarla de una
pesadilla y acercarla de nuevo a mí.
Marqué el número
de Felipe y no tardó en contestarme. Creo que estaba sobre aviso, aunque no me
dijo nada al respecto.
Papá acaba de
morir, le dije.
-
Escucha, ya sabes mi opinión al respecto. Si necesitas
algo puedo ayudarte, pero preferiría que no me pidieses nada. No tienes por qué
estar ahí, no tienes obligación…
Se hizo un
silencio prolongado. Felipe parecía repetir un discurso memorizado. En el
pasillo escuché como se movía una camilla. Tal vez habían desplazado ya el
cuerpo de Papá y se afanaban en la limpieza del cuarto.
-
Papá es para mí un extraño.- dijo Felipe al otro lado
del teléfono.
-
Pues ese extraño se ha muerto, Felipe.
-
Ya, oye tengo que colgar…te llamo después.
Felipe está
felizmente casado y tiene dos niños de los que no sé precisar la edad. Tal vez
10 y 12 o 9 y 11. Son buenos chicos, no entiendo sus códigos, ni las cuestiones
que les motivan o sus gustos personales, pero me parecen chicos nobles, sin
complicaciones. En el fondo creo que tienen un carácter parecido al de mi
hermano. Un tipo que no crea un problema jamás pero que también es incapaz de
resolver uno si las cosas vienen mal. Se casó porque le pareció conveniente a su
esposa, tuvo dos hijos porque satisfacía los anhelos de su esposa, vive en un
chalet en las afueras porque allí es donde viven todos sus amigos. Felipe es profesor
en la
Universidad. Historia moderna, me parece. Su esposa es la Decana de la Facultad.
El marcador del
teléfono seguía contando los segundos, pero Felipe ya no estaba al otro lado.
No llamaría en todo el día. Ni tampoco al día siguiente. No pasaría por el
hospital. Aquella fiesta era solo para mí.
Un celador entró
en la sala portando una bolsa negra con los objetos personales de Papá. Le pedí
que los dejase sobre una de las sillas de plástico. No tenía ganas de revisar
el contenido. No tenía ganas de hablar con nadie. No tenía ganas de salir de
aquella estancia, cuyo único vidrio resistía como podía las ráfagas de lluvia
que ametrallaban furiosas su superficie.
Al marcharse el
celador, una vez escuché sus pasos en el pasillo, surgió de nuevo el sonido de
la radio, que ya me asaltara con anterioridad, como ruido de fondo que no
llegara a descifrar. Eran los niños de la lotería de navidad cantando las
cifras de la suerte. Era 22 de diciembre y antes de que el sorteo comenzase,
Papá había decido marcharse sin decir adiós. Al mediodía las televisiones se
entretendrían con las imágenes de los afortunados abriendo botellas de cava y
brindando, preñados de alegría, por la suerte imposible que les había mirado de
frente por una vez en la vida.
Quizás Papá se
había quedado sin suerte, pensé. O tal vez la suerte era otra cosa. Atendía a
reglas desconocidas por los niños que cantaban premios y números, y por los
notarios que daban fe.
Conviene
recordar que Papá apareció por sorpresa hace seis semanas. Hacía años que no
sabíamos nada de él. Por alguna razón ignota, recurrió a mí primero. ¿Sabía que
era el único que le abriría la puerta?
Vivo en un piso
de alquiler de 60 metros cuadrados y el acople de mi nuevo inquilino no fue
sencillo. En los cajones que liberé para que pudiese acomodar las cuatro cosas
que traía en su maleta, todavía encontré restos de ropa interior femenina que
mezclé enseguida con mis calzoncillos.
Él era un hombre
terriblemente enfermo. Se le notaba de lejos. Aunque apenas hablamos, pude saber
que había trabajado muchos años como taxista en Nueva York, que había tenido
otras parejas pero no más hijos, que vivía atrapado en una culpa que no
verbalizaba y se lo estaba merendando a toda velocidad, en forma de cáncer
ubicado en varios órganos vitales.
Aquel hombre
era, sin duda, un extraño para mí. Un tipo destrozado por los remordimientos.
Reconocía sus ojos clareados y la frente que ahora llegaba más atrás. Pero su
presencia de ánimo, el gesto vivaz y altivo, había desaparecido sin dejar
rastro. Por el contrario, las cicatrices del rostro se correspondían con las de
mi recuerdo, encajaban como piezas de puzzle.
Tardé varios
días en comunicar a mis hermanos la presencia de Papá en casa. Nadie quiso
saber nada de él. Felipe cogió una gripe que lo tumbó en cama varios días. Por
Mamá no había problema, había muerto cinco años atrás. Ya no sufriría con
aquella visita inesperada.
Adivina quien
vino a cenar la pasada noche, le dije a mi madre en el cementerio, cuando al
día siguiente de su llegada, acompañé a Papá a visitarla. Fue por expreso deseo
suyo, que no logré disuadir. Le compró un ramo de flores y se puso de rodillas sobre
el suelo mojado. Vestía traje y corbata. El escaso pelo, empapado por la lluvia
fina, le daba a la cabeza un aspecto cadavérico. Ahí me di cuenta de lo poco
que pesaba y lo grande que le quedaba el traje.
Papá no pronunció
palabra. Se quedó allí arrodillado, con las flores apunto de marchitarse en sus
manos, contagiadas de su misma enfermedad, expuesto a la incontinencia de las
nubes que parecían dirigidas por el rencor de mi madre contra aquella visita
inesperada, fuera del tiempo, ajena a cualquier lógica.
¿Por qué suceden
las cosas?
Al volver a casa,
en el coche, le pregunté a Papá por qué nos había abandonado. Me salió de la
forma más natural, me pareció que tenía todo el derecho a preguntárselo, era
justo. Sumido en el asiento del copiloto, mojado, agachó la cabeza y enjugó los
ojos sin mucho éxito. Balbuceó cuatro palabras y emitió un estertor, una
respiración sincopada como la de esos niños que no consiguen explicar su
fechoría una vez cometida.
No me dijo nada
más. Regresamos en silencio a casa. Yo un poco aturdido, él en un estado
ruinoso, lamentable. Al día siguiente tuve que llevarlo al hospital porque al
tratar de despertarlo por la mañana pensé que se había muerto. Cuando por fin
abrió los ojos, me miró con mucha gravedad y supongo que revolvió en su cabeza
en busca de mi nombre, sin mucho éxito. Después de unos segundos, yo mismo le
tuve que decir quién era. Tu hijo pequeño, ¿te acuerdas?
Ese mismo día
quedó ingresado en el hospital. El médico que lo atendió, me dijo que no había
mucho por hacer, aunque se podría intentar un tratamiento quimioterápico. Mi
padre se negó con rotundidad y tampoco permitió que le administrasen calmante
alguno. Tuvo que firmar un papel donde expresaba su voluntad. Me eximió de ir a
visitarlo pero yo iba todas las tardes y las noches que me era posible, como un
autómata que no puede ofrecer otro tipo de respuesta. Me quedé a dormir con él
todas las noches y cada vez fueron más noches, hasta que al final terminé por
pedir días en el trabajo…
En definitiva,
he pasado las últimas jornadas, las últimas horas, los últimos minutos,
encerrado en esta habitación enferma. Pintada de blanco, sin cuadros, con
manchas inciertas enturbiando el gotelé.
Las
conversaciones no dieron para mucho porque pronto su cabeza comenzó a divagar y
pocas veces acertaba con mi nombre o con el idioma que debía de utilizar. Me
recordaba a la imagen famosa del maratoniano que, tras haber completado el
recorrido, traspasa exhausto la meta, tambaleándose y a duras penas erguido.
No le pregunté
nada más, no me pareció justo. Era un elefante viejo y cansado que había vuelto
a casa para morir, que juntaba palabras sin sentido. Era un hombre atormentado
y arrepentido. Quién sabe por qué hacemos las cosas, qué tipo de impulsos nos
llevan a tirar la vida por la borda contra todo instinto de protección.
Supongo que
ciertos actos vitales, una vez ejecutados, ya no es posible deshacerlos, ni
volver atrás, ni borrar sus efectos…y permanecen toda la vida, para pesar a
todas horas y bajo cualquier circunstancia.
El hombre de la
funeraria ha vuelto y me ha dicho que podemos incinerar a Papá mañana por la
mañana. Le he dicho que no abriré la capilla ardiente y que tampoco es
necesario un libro de condolencias. Seremos solo él y yo en el velatorio. Iré a
casa mientras ese cuerpo que ya no es mi padre se va serenando. Me ducharé, me
vestiré nuevo y limpio. Regresaré y pasaré las horas que resten en el
tanatorio. Hasta el amanecer.
No sé por qué lo
hago.
Supongo que si yo
no lo hago, no lo hará nadie.
Supongo que si
yo no lo hago, se quedará allí solo, sin un observador que atestigüe que no fue
tan cruel lo que hizo, sin alguien que con su presencia no refrende que ya nada
importa. Que todo está bien.
Antes de
abandonar la sala de espera, me acordé de un documental que vi en la televisión,
un sábado a las tantas de la madrugada. Creo que el mismo día que ella se
marchó. Trataba sobre el momento en que el cuerpo se desconecta de la vida y
las células se van apagando poco a poco, como si fuesen el alumbrado de una
ciudad al amanecer. Al parecer, el último sentido que perdemos es el del tacto.
Alguien que está muerto para la clínica, puede sentir aun una caricia.
Recordé entonces
que durante el trance final había sido incapaz de tocar a mi padre. No acaricié
su brazo que estaba a mi alcance. No le dije que aun seguía allí, que no
tuviese miedo.
Reparo en ello
ahora, que he vuelto torpemente a buscar la inicial D en el teléfono y que, por
fin, tomo triste conciencia de que todo ha terminado.
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