miércoles, 28 de octubre de 2015

SEGUNDO PREMIO: "6:45" DE ELOY LÓPEZ GRANDAL


Papá murió hoy a las seis y cuarenta y cinco de la mañana, y tengo que decir que yo estuve con él hasta el final.
Era la primera vez que veía delante de mis ojos un cuerpo sin vida. Esa quietud, esa respiración interrumpida en un de repente, frontera entre el ser y no ser. Ni siquiera apreté el botón de emergencia, dejé que pasasen unos minutos sin moverme, sin tocarle, concentrado en el truncado ir y venir de su pecho, ya sin el ritmo de la vida, con el rostro agotado, la boca entreabierta bosquejando un hálito inservible y esos ojos heridos, de animal acorralado y arrepentido, que por fin lograba cruzar la puerta del gran umbral.
Se marchaba él y todos sus pecados. Yo me quedé de este lado del telón, impresionado por la trascendencia de la escena, y nada supe del camino que ya recorría a solas, allí donde este gran entendimiento material que nos confunde de nada sirve.
Fue a las seis y cuarenta y cinco. Me acuerdo porque, aunque no utilizo reloj desde hace años, la esfera dorada del suyo se me quedó grabada en la retina, como si fuese un gran sol merodeando en el invierno.
Después di sigilosamente la voz de alarma y al instante apareció una enfermera apresurada que le tomó la muñeca, y un facultativo que certificó la pérdida, al tiempo que la primera, una vez verificada la ausencia de pulso, me dejó sobre la espalda una caricia espesa que me erizó la piel. Me pareció que en tal instante me había vuelto alérgico al tacto, a la ternura.
¿Qué se supone que hace uno en estos casos? Bueno, alguien en el hospital se encargó de llamar a la funeraria y en pocos minutos apareció un hombre vestido de traje negro, el pelo engominado y una reluciente libreta recubierta de piel. Hablaba en voz muy baja y fue tomando nota de mis deseos, que por otra parte yo iba comunicando como quien deshoja una margarita, es decir, sin ser consciente de la vida delicada que desmenuzaba con mis dedos. Todo se concretó de forma satisfactoria en apenas el tiempo que ocupa un desayuno. No tuve queja alguna.
Salí de la habitación en la que llevaba encerrado las últimas 48 horas y en la sala de espera contigua, vacía y desangelada, con las paredes blancas y desnudas, busqué a través del ventanal un horizonte sobre el que poder descargar aquel gran peso, largamente cabalgando sobre la espalda. Había dejado de llover, pero una rotunda capa de nubes manchaba el cielo, mecida por la sudestada, amén del oleaje salvaje que acosaba el perfil de la costa desde hacía días.
En el teléfono móvil localicé enseguida el número de Azucena, mi hermana mayor. Somos cuatro en total, contándome a mí, que soy el pequeño. Después viene mi hermano Felipe, cinco años mayor que yo, al que le sigue Juan, dos años y medio más viejo. Con Azucena la distancia es considerable, casi una década nos separa. Nunca me he entendido bien con ella. Será porque siempre jugó conmigo un papel de madre más que de hermana, y supongo que eso enturbió nuestra relación hasta límites insospechados.
 Cuando Papá desapareció sin dejar ni rastro, ella tuvo que asumir responsabilidades que no le correspondían, condicionando su vida por el bien de todos nosotros. Se lo agradezco, claro, aunque tenga la horrible sensación de que ella necesite de forma constante la manifestación de ese reconocimiento. Es una relación compleja la nuestra: no la puedo querer como a una madre, pues sé que ella no es y tampoco como a una hermana, pues nunca se comportó como tal.
Azucena vive en las afueras, en una urbanización de esas donde todas las casas son iguales. Las pocas veces que voy a visitarla, termino por recurrir a la libreta donde llevo anotada su dirección. De otra forma, no conseguiría jamás encontrar su casa. Tiene tres hijos y un marido que trabaja en banca, que toca en un grupo de rock en los ratos libres y con el que, sospecho, las cosas no van demasiado bien. Azucena no trabaja y acaba de cumplir los cincuenta.
El teléfono inquirió varias veces. La voz pesada de mi hermana al otro lado me hizo recordar que era domingo, unos minutos más tarde de las siete y media de la mañana. No necesité decirle el motivo de mi llamada, no podía existir otra razón más que la que ella enseguida adivinó. Por mi parte, también tenía claro cual iba a ser su respuesta, nada nuevo bajo el sol. Al otro lado del cristal, una nube negra se deshacía en lluvia sobre las obras de un nuevo puerto de mercancías que llevan años construyendo. En ese periodo, desmontaron media ladera de una montaña al tiempo que borraban una de las playas de mi infancia. Debemos de estar todos enfermos, pensé. El mundo desaparece.
-        Te agradezco que me llames, pero sabes que quiero mantenerme al margen.- confirmó mi hermana mientras de fondo se escuchaba la adormilada voz de su marido, reclamando el nombre del impresentable que le despertaba a esas horas.
-        Papá ha muerto, Azucena, acaba de suceder. Fue a las seis y cuarenta y cinco ¿sabes?
-        Tú sabrás por qué estás ahí.
No quedaba mucho más por decir.
Papá era un tipo desconcertante. Según las diferentes versiones que me han llegado, una persona despreocupada, carente de empatía hacia los demás y que miraba a sus propios hijos como a verdaderos extraños. Trabajaba como ingeniero en el astillero para ganarse la vida y en el garaje de casa mataba horas y horas enfrascado en inventos variados e inútiles. Todos se han perdido con el paso de los años, a ninguno de ellos le podría seguir la pista. Recuerdo, eso sí, una linterna solar con una bombilla eterna que no se podía apagar, a menos que estuvieses totalmente a oscuras, y un abrelatas que era posible manejar con una sola mano.
A mi me gustaba pasar el rato con Papá en el garaje. Mientras él trasteaba, yo procuraba no hacer demasiado ruido, para no interrumpir sus cavilaciones, ni provocar mi expulsión del paraíso. Tengo que decir que nunca me echó, ni se enfadó conmigo. Mi madre decía que yo era un niño muy tranquilo, capaz de quedarme embobado durante minutos con la cuestión más insignificante. Algo de eso debe de haber, porque desde siempre tengo una rara habilidad para no aburrirme cuando estoy solo.
Aunque compartí con Papá escasos cinco años de convivencia, lo conservo bien nítido en la memoria. Lo que no puedo asegurar es si mi memoria recuerda o inventa. Lo recuerdo alto, fuerte, con la frente despejada, el rostro afilado y algunas cicatrices de origen desconocido endureciendo el gesto. Portaba unas gafas de pasta ancha deslizadas hasta la punta de la nariz. A todas horas en mangas de camisa, sin importar la época del año que fuese. A mí siempre me respondió a las preguntas que le planteaba, bien es cierto que no le insistía mucho cuando le sospechaba ofuscado en alguna encrucijada o por completo abstraído con dos cables de distinto color en la mano. Mis hermanos cuentan que jamás les preguntó por sus notas o se preocupó por sus actividades deportivas, nunca pisó una obra de fin de curso en el colegio o fue de compras para el día de Reyes, todo lo más cambiar una rueda pinchada de la bicicleta o montar una canasta de baloncesto en el patio.
Papá era un hombre solitario, atrapado en sus asuntos.
Llamar a mi hermano Juan siempre resulta un acto un tanto absurdo, porque nunca responde al teléfono y solo de vez en cuando devuelve la llamada perdida. No me enfado con él por ese motivo, pero es algo que saca de quicio a mi hermana mayor, con quien mantiene un fuerte vínculo. Juan tiene mucho que ver con Papá, en cuanto a su abnegada dedicación al trabajo. Vive al margen de cualquier cuestión artística, social o familiar. Solo le interesan las cosas que puede ver y tocar con sus propias manos. Llegó hasta el altar con su novia de toda la vida, no tuvo hijos y hace un par de años que se separó de su esposa, un ser hermoso que recuerdo toda la vida entrando y saliendo de mi casa. He de decir que ella me cae mucho mejor que mi hermano. Seguimos viéndonos con cierta frecuencia. Juan viaja mucho. Vive por y para su trabajo, aunque no sabría decir a ciencia cierta en qué consiste. Si sé que viste de traje la mayor parte del tiempo y que estudió Económicas con unas excelentes notas que mi madre no se cansaba de mencionar como ejemplo a seguir. Juan fue el favorito de mi madre, no se puede negar.
Creo que su separación fue un intento de acaparar todo el tiempo para sí mismo. No se me ocurre una mejor forma de definir su personalidad.
Al tercer intento, desistí de mi intención de comunicar la noticia de palabra y le escribí un mensaje sencillo, sin aditivos y directamente al grano, tal y como a él le gustaría. No sé por qué quise complacerle de esa manera, supongo que necesitaba algún cómplice en este intento desesperado por no verme a solas con el ataúd de mi padre. Prefería evitar ese último trago amargo, demasiados sin sabores en el haber como para agregar uno más a la lista.
Recuerdo el día en que mi madre nos comunicó que Papá se había marchado de casa. En un principio se iba a Estados Unidos a completar un trabajo iniciado en el astillero. El era el responsable del proyecto y le correspondía cerrarlo en alguna ciudad cuyo nombre no recuerdo, en la costa oeste. Mi madre le ayudó a hacer la maleta y después, en el pasillo de casa, nos regaló un abrazo a cada uno, salvo a mí que me revolvió el pelo y me dedicó una sonrisa tan alegre que me animó a pedirle que me trajera algún regalo.
-        No sé si va a poder ser.- me dijo justo cuando sonaba sobre la gravilla de la entrada las ruedas del taxi que venía a buscarle.
Unos meses después, semanas antes de Navidad, mi madre, a la que yo había visto llorar a escondidas en la cocina unas cuantas veces y arrastraba una melancolía que nos lastimaba a todos dejándonos sin palabras, nos comunicó que Papá se había marchado para siempre. Mi hermana mayor no dijo nada, solo se mordió con fuerza el labio inferior, para contener unas lágrimas que finalmente sus ojos se tragaron. Con el paso del tiempo supe que ella había conocido la noticia mucho antes que nosotros. Mis hermanos se quedaron en silencio, inermes, como si no supiesen cual era el siguiente paso a dar. Yo pregunté si acaso Papá se había muerto y mi Madre nos explicó, entre sollozos y unos mocos que no dejaba de sujetar forzadamente, que en realidad se había ido de casa. En resumen, él nos abandonaba y ella no quería que volviese.
Jamás olvidaré los ojos cuajados de rencor de Azucena, imagino que los mismos que trataba de activar cuando mi llamada la despertó. Pensé que si no lloraba  en breve, tal y como ya lo hacían Juan y Felipe, acabaría por explotar de la rabia. Aun así, resistió el envite de forma estoica y aun hoy es el día en que no sé como es el rostro de mi hermana empañado por las lágrimas.
El equilibrio sobre el que se sostenía nuestra vida familiar se había resquebrajado de forma grave. De alguna manera tendríamos que reorganizar la trama de nuestras vidas. Durante unos cuantos días, mi madre se metió en la cama y no se levantaba más que para ir al baño. Nosotros nos comportábamos de forma autónoma y salvo mi hermana, no faltamos ni un solo día al colegio. Tuvo que ser también mi hermana quién saco a mi madre de la cama. Era invierno. Cuando llegamos una tarde a casa, después de las clases, nos encontramos a ambas mujeres repartiéndose el espacio de la cocina. Mi madre envuelta en una bata rosada muy gastada y ejecutando la tarea con parsimonia, sin mucha convicción, y mi hermana, que en ese momento me pareció que había ganado unos cuantos años en apenas unas horas, dirigiendo las operaciones sin dudar ni un segundo. Nos preguntó si traíamos deberes, nos indicó el camino del baño para que nos aseásemos los restos de los dulces que nos habíamos comido sin permiso y distribuyó ocupaciones para todos.
Desde entonces, no recuerdo que mi hermana me hubiese entregado un beso por propia voluntad o que tuviese un gesto cariñoso hacia mí. De alguna forma se sentía incomoda con mi tendencia a visitar el garaje para ingeniar alternativas a los inventos de Papá, que ella misma acabó por hacer desaparecer sin mayor explicación. Aun así, el garaje se convirtió en mi reino, un lugar propio en el que resistir.
Escuché como en la habitación comenzaba el movimiento. Alguien reclamó mi presencia, pero permanecí en silencio, enajenado con la lluvia que cortaba el aire de forma transversal mientras las ráfagas de viento amenazaban la consistencia de las ventanas. El cielo estaba tan gris que parecía imposible que fuese a amanecer.
El siguiente de la lista era Felipe. Lo busqué en la agenda del teléfono y de camino hacia la F me quedé atascado en la D. Hacía unos meses que había dejado una fatigosa relación de diez años. Cansada de mi falta de compromiso y la carencia total de planes de futuro, ella acabó por marcharse de casa. Eso sí, al contrario que Papá, avisó antes y varias veces.
Nada que reprocharle, todo lo contrario.
Desde que se había ido de casa, habríamos intercambiado un par de correos electrónicos y algún mensaje telefónico a horas intempestivas. La sorpresiva aparición de Papá, unos días después de que ella abandonase nuestra casa, había anulado cualquier intento por mi parte de recuperarla. Pero no la olvidaba. No. Permanecía latente, como si en cualquier momento pudiese alargar la mano y tocarla, despertarla de una pesadilla y acercarla de nuevo a mí.
Marqué el número de Felipe y no tardó en contestarme. Creo que estaba sobre aviso, aunque no me dijo nada al respecto.
Papá acaba de morir, le dije.
-        Escucha, ya sabes mi opinión al respecto. Si necesitas algo puedo ayudarte, pero preferiría que no me pidieses nada. No tienes por qué estar ahí, no tienes obligación…
Se hizo un silencio prolongado. Felipe parecía repetir un discurso memorizado. En el pasillo escuché como se movía una camilla. Tal vez habían desplazado ya el cuerpo de Papá y se afanaban en la limpieza del cuarto.
-        Papá es para mí un extraño.- dijo Felipe al otro lado del teléfono.
-        Pues ese extraño se ha muerto, Felipe.
-        Ya, oye tengo que colgar…te llamo después.
Felipe está felizmente casado y tiene dos niños de los que no sé precisar la edad. Tal vez 10 y 12 o 9 y 11. Son buenos chicos, no entiendo sus códigos, ni las cuestiones que les motivan o sus gustos personales, pero me parecen chicos nobles, sin complicaciones. En el fondo creo que tienen un carácter parecido al de mi hermano. Un tipo que no crea un problema jamás pero que también es incapaz de resolver uno si las cosas vienen mal. Se casó porque le pareció conveniente a su esposa, tuvo dos hijos porque satisfacía los anhelos de su esposa, vive en un chalet en las afueras porque allí es donde viven todos sus amigos. Felipe es profesor en la Universidad. Historia moderna, me parece. Su esposa es la Decana de la Facultad.
El marcador del teléfono seguía contando los segundos, pero Felipe ya no estaba al otro lado. No llamaría en todo el día. Ni tampoco al día siguiente. No pasaría por el hospital. Aquella fiesta era solo para mí.
Un celador entró en la sala portando una bolsa negra con los objetos personales de Papá. Le pedí que los dejase sobre una de las sillas de plástico. No tenía ganas de revisar el contenido. No tenía ganas de hablar con nadie. No tenía ganas de salir de aquella estancia, cuyo único vidrio resistía como podía las ráfagas de lluvia que ametrallaban furiosas su superficie.
Al marcharse el celador, una vez escuché sus pasos en el pasillo, surgió de nuevo el sonido de la radio, que ya me asaltara con anterioridad, como ruido de fondo que no llegara a descifrar. Eran los niños de la lotería de navidad cantando las cifras de la suerte. Era 22 de diciembre y antes de que el sorteo comenzase, Papá había decido marcharse sin decir adiós. Al mediodía las televisiones se entretendrían con las imágenes de los afortunados abriendo botellas de cava y brindando, preñados de alegría, por la suerte imposible que les había mirado de frente por una vez en la vida.
Quizás Papá se había quedado sin suerte, pensé. O tal vez la suerte era otra cosa. Atendía a reglas desconocidas por los niños que cantaban premios y números, y por los notarios que daban fe.
Conviene recordar que Papá apareció por sorpresa hace seis semanas. Hacía años que no sabíamos nada de él. Por alguna razón ignota, recurrió a mí primero. ¿Sabía que era el único que le abriría la puerta?
Vivo en un piso de alquiler de 60 metros cuadrados y el acople de mi nuevo inquilino no fue sencillo. En los cajones que liberé para que pudiese acomodar las cuatro cosas que traía en su maleta, todavía encontré restos de ropa interior femenina que mezclé enseguida con mis calzoncillos.
Él era un hombre terriblemente enfermo. Se le notaba de lejos. Aunque apenas hablamos, pude saber que había trabajado muchos años como taxista en Nueva York, que había tenido otras parejas pero no más hijos, que vivía atrapado en una culpa que no verbalizaba y se lo estaba merendando a toda velocidad, en forma de cáncer ubicado en varios órganos vitales.
Aquel hombre era, sin duda, un extraño para mí. Un tipo destrozado por los remordimientos. Reconocía sus ojos clareados y la frente que ahora llegaba más atrás. Pero su presencia de ánimo, el gesto vivaz y altivo, había desaparecido sin dejar rastro. Por el contrario, las cicatrices del rostro se correspondían con las de mi recuerdo, encajaban como piezas de puzzle.
Tardé varios días en comunicar a mis hermanos la presencia de Papá en casa. Nadie quiso saber nada de él. Felipe cogió una gripe que lo tumbó en cama varios días. Por Mamá no había problema, había muerto cinco años atrás. Ya no sufriría con aquella visita inesperada.
Adivina quien vino a cenar la pasada noche, le dije a mi madre en el cementerio, cuando al día siguiente de su llegada, acompañé a Papá a visitarla. Fue por expreso deseo suyo, que no logré disuadir. Le compró un ramo de flores y se puso de rodillas sobre el suelo mojado. Vestía traje y corbata. El escaso pelo, empapado por la lluvia fina, le daba a la cabeza un aspecto cadavérico. Ahí me di cuenta de lo poco que pesaba y lo grande que le quedaba el traje.
Papá no pronunció palabra. Se quedó allí arrodillado, con las flores apunto de marchitarse en sus manos, contagiadas de su misma enfermedad, expuesto a la incontinencia de las nubes que parecían dirigidas por el rencor de mi madre contra aquella visita inesperada, fuera del tiempo, ajena a cualquier lógica.
¿Por qué suceden las cosas?
Al volver a casa, en el coche, le pregunté a Papá por qué nos había abandonado. Me salió de la forma más natural, me pareció que tenía todo el derecho a preguntárselo, era justo. Sumido en el asiento del copiloto, mojado, agachó la cabeza y enjugó los ojos sin mucho éxito. Balbuceó cuatro palabras y emitió un estertor, una respiración sincopada como la de esos niños que no consiguen explicar su fechoría una vez cometida.
No me dijo nada más. Regresamos en silencio a casa. Yo un poco aturdido, él en un estado ruinoso, lamentable. Al día siguiente tuve que llevarlo al hospital porque al tratar de despertarlo por la mañana pensé que se había muerto. Cuando por fin abrió los ojos, me miró con mucha gravedad y supongo que revolvió en su cabeza en busca de mi nombre, sin mucho éxito. Después de unos segundos, yo mismo le tuve que decir quién era. Tu hijo pequeño, ¿te acuerdas?
Ese mismo día quedó ingresado en el hospital. El médico que lo atendió, me dijo que no había mucho por hacer, aunque se podría intentar un tratamiento quimioterápico. Mi padre se negó con rotundidad y tampoco permitió que le administrasen calmante alguno. Tuvo que firmar un papel donde expresaba su voluntad. Me eximió de ir a visitarlo pero yo iba todas las tardes y las noches que me era posible, como un autómata que no puede ofrecer otro tipo de respuesta. Me quedé a dormir con él todas las noches y cada vez fueron más noches, hasta que al final terminé por pedir días en el trabajo…
En definitiva, he pasado las últimas jornadas, las últimas horas, los últimos minutos, encerrado en esta habitación enferma. Pintada de blanco, sin cuadros, con manchas inciertas enturbiando el gotelé.
Las conversaciones no dieron para mucho porque pronto su cabeza comenzó a divagar y pocas veces acertaba con mi nombre o con el idioma que debía de utilizar. Me recordaba a la imagen famosa del maratoniano que, tras haber completado el recorrido, traspasa exhausto la meta, tambaleándose y a duras penas erguido.
No le pregunté nada más, no me pareció justo. Era un elefante viejo y cansado que había vuelto a casa para morir, que juntaba palabras sin sentido. Era un hombre atormentado y arrepentido. Quién sabe por qué hacemos las cosas, qué tipo de impulsos nos llevan a tirar la vida por la borda contra todo instinto de protección.
Supongo que ciertos actos vitales, una vez ejecutados, ya no es posible deshacerlos, ni volver atrás, ni borrar sus efectos…y permanecen toda la vida, para pesar a todas horas y bajo cualquier circunstancia.
El hombre de la funeraria ha vuelto y me ha dicho que podemos incinerar a Papá mañana por la mañana. Le he dicho que no abriré la capilla ardiente y que tampoco es necesario un libro de condolencias. Seremos solo él y yo en el velatorio. Iré a casa mientras ese cuerpo que ya no es mi padre se va serenando. Me ducharé, me vestiré nuevo y limpio. Regresaré y pasaré las horas que resten en el tanatorio. Hasta el amanecer.
No sé por qué lo hago.
Supongo que si yo no lo hago, no lo hará nadie.
Supongo que si yo no lo hago, se quedará allí solo, sin un observador que atestigüe que no fue tan cruel lo que hizo, sin alguien que con su presencia no refrende que ya nada importa. Que todo está bien.
Antes de abandonar la sala de espera, me acordé de un documental que vi en la televisión, un sábado a las tantas de la madrugada. Creo que el mismo día que ella se marchó. Trataba sobre el momento en que el cuerpo se desconecta de la vida y las células se van apagando poco a poco, como si fuesen el alumbrado de una ciudad al amanecer. Al parecer, el último sentido que perdemos es el del tacto. Alguien que está muerto para la clínica, puede sentir aun una caricia.
Recordé entonces que durante el trance final había sido incapaz de tocar a mi padre. No acaricié su brazo que estaba a mi alcance. No le dije que aun seguía allí, que no tuviese miedo.
Reparo en ello ahora, que he vuelto torpemente a buscar la inicial D en el teléfono y que, por fin, tomo triste conciencia de que todo ha terminado.


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